viernes, 18 de septiembre de 2020

Bailarina: Capítulo 10

 Paula sintió que las lágrimas afloraban a sus ojos. Su padre no se refería a la posibilidad de que perdiera el papel como bailarina principal, hablaba en general, de la imagen que tenía de ella desde que, a los diez años, la inscribió en una audición para la Royal Ballet School. No hablaba de trabajos, sueldos y críticas. Hablaba de estar a la altura de su madre, de continuar con lo que Alejandra Schulz había hecho para convertirse en una de las mejores bailarinas de ballet británicas. Estaba diciendo que ella no era lo bastante buena. Y que quizá nunca llegara a serlo. Paula miró el periódico que estaba sobre la mesa y volvió a mirar a su padre.


—Quiero que en cada clase, en cada ensayo, y en cada actuación, muestres la misma energía y el mismo compromiso que solías tener. Te lo debes a tí misma.


«Se lo debes a ella», pensó Paula. Eso era lo que su padre realmente quería decir. ¿Creía que no lo haría si pudiera? «Lo intento», deseó gritar, «pero no me sale porque ¡me siento muerta! Yo no soy ella. No tengo su talento. Ni siquiera estoy segura de tener mi propio talento. O de quererlo si lo tuviera». Por supuesto, no pronunció ninguna de esas palabras. Se humedeció los labios y se esforzó para decir:


—Tengo clase a las diez y media —se volvió sin mirar a su padre y se dirigió hacia la puerta.


Descolgó el abrigo del perchero y salió en silencio hasta la calle, donde la recibió el aire frío de la mañana. Había gente por todos sitios. 




Pedro permaneció quieto y tardó un instante en adaptarse. Después de haber pasado una semana en el glaciar, la ajetreada terminal del aeropuerto era un ataque a sus sentidos. No le importaba. Era otro tipo de aventura, otro tipo de jungla. Una que él consideraba más peligrosa, aunque estuviera más civilizada. Y, aunque no le había importado la compañía de Tomás, se alegraba de que lo hubieran recogido con una limusina en cuanto aterrizó el helicóptero. Volvía a estar solo. Y no necesitaba hablar con nadie. Ni ocuparse de nadie. Podía avanzar a su paso y elegir su camino. De pronto, sintió la vibración de su teléfono móvil en el bolsillo.


—¿Diga? —contestó nada más sacarlo.


—¡Estupendo! Me alegro de que tengas el teléfono operativo, Pedro. Desde la última vez que hablé contigo, todo ha salido mal…


Pedro esbozó una sonrisa y continuó caminando mientras el productor terminaba de despotricar. Simón siempre se ponía así después de un rodaje. 

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