viernes, 25 de septiembre de 2020

Bailarina: Capítulo 23

 Paula despertó al oír un ruido. Había soñado con que tenía que caminar sobre una cuerda que atravesaba un abismo, y la cuerda se transformaba en una fila de palos de bambú. Desde abajo, Pedro le decía que saltara, que él la agarraría, pero él estaba escondido en la oscuridad y ella no podía verlo. No sabía dónde estaba él, ni cuánto tendría que caer antes de que él la salvara, así que continuó caminando por los palos de bambú hasta que le  sangraron los pies. Se sentó rápidamente para frotarse los pies y comprobar que los tenía bien, pero al chocar con las botas que todavía llevaba puestas se dobló un dedo hacia atrás y tuvo que contenerse para no gritar de dolor. Negó con la cabeza y se frotó los ojos. Esas botas hacían que sus pies parecieran algo ajeno a su cuerpo. Ninguna prenda de las que llevaba era suya. Puesto que había tomado la decisión de ir al programa a última hora, la productora le había provisto de lo básico.


Miró a su alrededor y vió que estaba sola en la cabaña. Ya era de día, así que se asomó al borde y miró hacia el exterior. La playa parecía un lugar completamente distinto. La arena sucia del día anterior era dorada y el cielo se había vuelto azul. Todavía tenía frío ya que, puesto que habían construido la cabaña justo donde terminaba la arena, los árboles no permitían que le diera el sol. Bajó de la cabaña y se desperezó antes de alejarse por la playa en busca de sus compañeros. Había huellas en la arena que indicaban que habían ido a la derecha, así que las siguió. Estaba sola. Nadie le diría cómo debía comportarse. Tenía toda una playa de arena virgen esperándola. Podía tumbarse y hacer piruetas en la arena, o rodar hasta la orilla y meterse en el mar. No lo hizo. Después de observar unos instantes el horizonte, se volvió hacia las huellas y las siguió. El refugio estaba en una bahía de arena que tenía unas rocas al final. En el lado izquierdo, había una pequeña isla formada por una gran roca que tenía unos arbustos en lo alto. Hacia el interior, la vegetación era espesa y se extendía hacia una pequeña colina. 


De pronto, se percató de que no sabía nada acerca de dónde se encontraba. Solo sabía que estaba en una playa del Pacífico y que el país más cercano era Panamá. Dejó de caminar. ¿Dónde estaban Pedro y Diego? Aunque el sol comenzaba a calentarle el rostro, empezó a tiritar. Todavía tenía la ropa mojada y el estómago vacío. Aquel lugar era precioso, pero potenciaba su sensación de vulnerabilidad. Continuó hasta el final de la arena y, de pronto, oyó un gran ruido. Pedro apareció entre los arbustos arrastrando el tronco de lo que parecía un árbol medio muerto. Diego apareció segundos más tarde, mascullando algo que era mejor no escuchar.


—¡Estupendo! Te has levantado —dijo Pedro, y sonrió.


Ella asintió sin saber qué decir.


—Lo primero es lo primero —dijo Pedro, dirigiéndose hacia la cabaña—. Tenemos que encender un fuego para calentarnos, y luego preocuparnos de buscar agua y comida.


Paula estuvo a punto de reír. ¿Desde cuando Pedro Alfonso se preocupaba por algo? Aquella mañana parecía lleno de fuerza y confianza, como si luchar contra los elementos nocturnos lo hubiese revitalizado. Ella suspiró y lo siguió.

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