miércoles, 30 de septiembre de 2020

Bailarina: Capítulo 34

 —A veces. Pero solía pasar gran parte de las vacaciones de verano con mi abuelo en su casa de Skye, íbamos de acampada, a pesar y a dar paseos por la montaña…


—¿Y los malvaviscos formaban parte del equipo esencial?


—Siempre —contestó Pedro, sonriendo—. Mi abuelo se comía los rosas y yo los blancos.


Ella se rió.


—¿Y tú por qué no te comías los rosas? ¿Te parecían de niña?


Pedro pensó en elaborar una respuesta, pero decidió abandonar y asentir sin más. Eso hizo que Paula soltara una carcajada.


—Me lo sé —dijo ella, suspirando—. Mi niñez ha estado basada en el rosa. Leotardos de color rosa, zapatos de color rosa… Llegó un punto en el que lo evitaba a toda costa a menos que estuviera en clase o en el escenario.


Pedro la miró hasta que dejó de hablar y después se fijó en el fuego. El rosa estaba bien. Era un color bonito para una puesta de sol o para una flor, pero la vida debía estar llena de color. Tanta uniformidad no debía de ser buena para el alma. Procedían de mundos muy distintos. Él siempre cambiando de rutina, siempre enfrentándose a experiencias nuevas, y ella permaneciendo en el mismo sitio. Haciendo lo mismo una y otra vez hasta alcanzar la perfección. ¿Cómo se podía hacer eso sin volverse loco? Ella se inclinó hacia delante y apoyó la barbilla en el puño.


—Él debe de estar muy orgulloso de tí.


—¿Quién? —preguntó Pedro.


—Tu abuelo.


Pedro descubrió que no podía seguir contemplando la dulce mirada de aquellos ojos azules y se giró hacia el fuego.


—Murió cuando yo tenía quince años.


Ella no dijo nada, pero Pedro notaba su compasión. Él sabía que ella había sufrido algo mucho peor, que comprendía su dolor, pero aun así no quería compartirlo con ella. Si se permitía hablar de ello con Paula, rememoraría demasiadas cosas que hacía años había decidido no pensar más.


—Lo siento —dijo ella.


Él se puso en pie.


—No te preocupes —dijo él, sin mirarla.


¿Y por qué iba a romper la costumbre? No se había preocupado durante las Navidades que pasó con su abuelo. Ni tampoco prestó suficiente atención el día que su abuelo lo abrazó para despedirse de él hasta el verano. En la siguiente visita a Skye, pocos meses después, tuvo que cambiar las botas de montaña y el chubasquero por un traje negro y zapatos de vestir. Y el cielo abierto por el espacio cerrado de una pequeña capilla. Sin embargo, debería haberse preocupado. Debería haberse percatado de que su único abuelo había sido un punto de referencia durante toda su niñez. Debería haberse dado cuenta de que cuando él no estuviera se sentiría a la deriva. La gente pensaba que la jungla era un lugar vacío. Se equivocaban. Estaba lleno de vida, de plantas, árboles y animales. Era cierto que en ella había poca interferencia por parte del hombre, pero no que fuera un lugar vacío.

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