La mujer se alejó unos pasos.
–Signora... –dijo Paula cortésmente–, le ruego que no grite. ¿No se da cuenta de que está asustando a la niña? Sería mucho mejor para todo el mundo que no gritara.
La mujer la contempló boquiabierta durante un instante. Luego cerró la boca y exclamó:
–¡Escuchenla todos! ¡Me está amenazando! ¡Que alguien la detenga! ¡No debería estar con esa niña!
–¿Paula? –susurró Giuliana.
Ella se volvió para tranquilizar a la pequeña y, entonces, sintió movimiento hacia ella. Cuando se dió la vuelta, se encontró cara a cara con un mar de rostros.
–Si me tocan a mí o a la niña, tendrán que responder ante la policía –dijo con voz tranquila mientras examinaba a todos los que la rodeaban.
Pedro escuchó las palabras incluso por encima de los murmullos de la multitud. Vió el gesto desafiante de Paula y le pareció que ella tenía el aspecto de una leona defendiendo a sus cachorros. Experimentó una potente sensación en el pecho. Apretó los puños y echó a correr. Al llegar donde estaban, se colocó junto a Paula. Ella lo miró con los ojos llenos de temor, unos ojos que, media hora antes, habían estado llenos de felicidad. La ira se apoderó de Pedro. Tomó en brazos a Giuliana y rodeó a Paula con el otro brazo.
–No sé quién es usted –le espetó a la mujer–, pero le agradecería que no asustara a mi familia.
–Pero es...
–No importa quién sea, signora. Sin embargo, sí importa quién sea usted. Necesitaré su nombre para denunciarla ante la policía por acoso. Y posiblemente por incitación a la violencia.
Entonces, miró a su alrededor y vió que la muchedumbre había comenzado a dispersarse.
–Al igual que los nombres de todos los implicados –añadió. Entonces, se dirigió a la pequeña Giuliana–. ¿Te encuentras bien, bella?
–Sí, pero Paula no. Estaba temblando.
–Tranquila, bonita. Ahora estoy yo aquí y Paula se encuentra mejor.
Pedro la abrazó con más fuerza y se arrepintió de haber prescindido aquel día de los guardaespaldas. Volvió a mirar a su alrededor y vió que tan solo quedaban ya dos mujeres, que lo observaban con los ojos abiertos como platos. Oyó que la mujer susurraba:
–Es el de la revista. Su...
–¡Basta! –rugió él–. Si dice usted una palabra más, presentaré una denuncia.
Las dos mujeres no tardaron en desaparecer.
–Bien, chicas –dijo Pedro mientras las dirigía a ambas hacia la plaza, con el tono de voz más tranquilizador que pudo encontrar a pesar de la furia que sentía–. Hora del gelatto. Yo lo voy a tomar de limón. ¿Y ustedes?
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