lunes, 11 de noviembre de 2019

Amor y Traición: Capítulo 7

–¡No! –replicó ella mientras miraba hacia atrás.

Vió entonces a Fernando. Estaba de pie junto al coche de alquiler. Parecía angustiado.

–Déjame volver, por favor –le suplicó entre sollozos.

–No –repuso él con dureza.

–¡Esto es un secuestro! –Llámalo como quieras.

–¡No puedes mantenerme así, en contra de mi voluntad!

–¿No puedo? –replicó Pedro–. Te quedarás conmigo hasta que aclaremos el tema del bebé.

–Entonces, ¿Soy tu prisionera?

–Al menos hasta que mis derechos paternos queden formalizados.

Se frotó la barriga para tratar de controlar el dolor de otra contracción.

–No puedo creer que me engañaras como lo hiciste –prosiguió Pedro–. Pensé que eras una persona leal, pero ya he aprendido la lección.

–¿Qué lección? En cuanto me acosté contigo, pasé de ser tu secretaria de confianza a una de tantas chicas que desechabas cada noche. Después de todo lo que habíamos pasado juntos, ¿Cómo pudiste tratarme igual que a las demás? ¿Por qué te acostaste conmigo?

 –Estabas en el sitio apropiado en el momento adecuado, nada más –repuso Pedro.

Sus palabras despedazaron aún más su corazón. Había estado muy enamorada de él y, cuando le entregó su virginidad aquella noche, había pensado que también él la amaba.

–Todas las mujeres creen que pueden cambiarme para que deje de ser un mujeriego.

–Supongo que nunca podrás fiarte de nadie lo suficiente como para que te importe de verdad. Te deshaces de las mujeres en cuanto consigues tu minuto de placer.

–Algo más de un minuto, si no recuerdo mal –susurró él con picardía–. ¿Lo has olvidado?

Se miraron a los ojos y sintió que se sonrojaba. Por desgracia para ella, recordaba cada detalle de esa noche tan apasionada y sensual. Pedro había acariciado su inexperto cuerpo, le había quitado la ropa y besado cada centímetro de su piel, la había hecho gemir de placer, gritando su nombre mientras él lamía sus pechos y la besaba por todo el cuerpo. No podía olvidarlo.

–No sé cómo pude permitir que me sedujeras –murmuró enfadada consigo misma.

–¿Crees que yo te seduje? –repuso Pedro con media sonrisa–. No fue así. Te echaste a mis brazos en cuanto te toqué. Pero, si así tienes más tranquila la conciencia, llámalo «seducción».

–¡Eres un…! –comenzó ella con indignación.

–Puedes insultarme todo lo que quieras –la interrumpió Pedro–. Supongo que no le haría mucha gracia a McLinn saber lo que había pasado. Me parece increíble que estuviera dispuesto a casarse contigo cuando estás embarazada de otro hombre. Debe estar locamente enamorado.

–¡No está enamorado de mí! Es mi mejor amigo, nada más –insistió ella.

–Supongo que te sentirías muy culpable –le dijo mientras tomaba entre sus dedos un mechón de su melena castaña–. Tendrías remordimientos al echar a perder esa casta y aburrida relación de tantos años por una sola noche de pura pasión y lujuria conmigo.

Se apartó de él para que dejara de tocarla.

–Eres tan vanidoso que piensas que…

–¿Sabes por qué te traté como al resto? –le preguntó Pedro–. Porque eres como las demás.

–¡Te odio!

Él soltó una carcajada al oírlo, pero sus ojos eran fríos como el hielo.

–Por fin encontramos algo en lo que estamos de acuerdo.

Dejó que cayeran libremente las lágrimas que había estado conteniendo. Se dió por vencida.

–Solo quería que mi bebé tuviera un buen hogar –susurró–. Pero ahora va a verse atrapada entre una madre y un padre que se odian y que ni siquiera están casados. La gente puede llegar a ser muy cruel. Le dirán que es ilegítima, una hija bastarda…

–¿Cómo? –replicó

Pedro mientras la miraba con incredulidad.

–Sentirá que su nacimiento no fue un acontecimiento feliz, sino una especie de accidente. Cuando, en realidad, nosotros somos los únicos culpables –le dijo llorando–. No quiero que sufra. Por favor, Eduardo, deja que me case con Fernando por el bien de la niña.

Él la miró durante varios minutos sin decir nada. Tenía los labios apretados en una fina línea. De repente, se inclinó hacia delante para decirle algo en español al chófer. Después, sacó su teléfono móvil y habló con alguien en el mismo idioma. Lo hacía con demasiada rapidez para que ella pudiera entender siquiera de qué estaban hablando. Esperaba que sus últimas palabras lo hubieran convencido. Lo miró de reojo. Seguía siendo tan atractivo como lo recordaba. Cuando terminó de hablar, Pedro la miró. Había determinación en sus ojos oscuros.

–Tengo buenas noticias para tí, querida. Después de todo, te vas a casar hoy.

–¿Vas a llevarme de vuelta con Fernando? –le preguntó aliviada.

–¿Crees que dejaría que lo hicieras?

–Pero acabas de decir…

–Sé lo que he dicho y es verdad. Te vas a casar hoy –le dijo Pedro con una sonrisa tan fría como el hielo–. Conmigo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario