lunes, 25 de noviembre de 2019

Amor y Traición: Capítulo 38

Pero una voz en su interior le recordaba que esa no era la única razón. Aún le dolían las palabras de su padre. Lo había acusado de no ser lo suficientemente hombre como para pedirle la mano de su hija. Creía que nunca iba a ser un buen marido ni un buen padre. Para Miguel, como para muchos otros, Pedro era un tirano egoísta y exigente, el hombre poderoso al que todos obedecían y despreciaban al mismo tiempo. Trató de convencerse de que no necesitaba el respeto de ese hombre, pero no iba a permitir que nadie insultara a su esposa. Abrazó a Paula un poco más fuerte y respiró profundamente. Empezaba a confiar de nuevo en ella, pero en nadie más. Se había llevado demasiadas decepciones en la vida para permitir que alguien volviera a abandonarlo. Se separó de ella y la miró. Paula lo observaba con el ceño fruncido. El camisón se le había abierto un poco y asomaban sus abultados pechos. Fue consciente en ese instante de qué era lo que necesitaba.

–¿Qué fue lo que me dijiste antes? ¿Sabes acaso cómo ayudarme a conciliar el sueño?

Paula se ruborizó al escuchar su sugerencia. Tomó su mano y la llevó de vuelta a la habitación. La empujó contra la cama con cuidado. Pensó que parecía un ángel a la luz de la luna, con su pelo castaño en una trenza y su pálida piel. La besó apasionadamente y ella no tardó en responder con el mismo fuego, como si no hubieran hecho ya el amor unas horas antes. Se dió cuenta de que la deseaba más aún. Paula lo acarició con sus delicadas manos, recorriendo su torso desnudo, los hombros y la espalda. Era una sensación increíble. Y no pudo contener un gemido cuando acarició su entrepierna por encima de los pantalones del pijama. Agarró su muñeca para detenerla.

–Si sigues así, no voy a durar mucho –le susurró él.

–Nadie te está obligando a esperar –repuso ella con una misteriosa sonrisa.

–Querida… –susurró mientras se desataba los pantalones y se los bajaba un poco.

A Paula se le fueron los ojos a su erección y la tomó en sus manos. Era increíble. Se quedó sin aliento y el corazón le latía a mil por hora. Quería estar dentro de ella y sentir que eran uno.

–¿Qué estás…? –gimió él.

Paula lo miró con los ojos llenos de deseo y necesidad mientras tiraba de él.

–Tómame, hazme tuya –susurró.

No podía esperar más. Paula era preciosa y estaba en su cama, esperándolo… No se tomó siquiera el tiempo necesario para desnudarse del todo. No podía. Se deslizó entre sus muslos y ella gimió y se aferró a sus hombros. Su rostro reflejaba la intensidad y la angustia del éxtasis. Pensó durante un segundo que le había hecho daño y trató de retirarse, pero ella lo detuvo.

–No –susurró Paula clavándole las uñas en la carne y comenzando a mover las caderas–. Más.

Hizo lo que le pedía y ella gimió de placer. Aumentó entonces la intensidad y la rapidez de los movimientos hasta que el cabecero de la cama golpeó con fuerza la pared.

–¡Para! –susurró ella con los ojos muy abiertos–. ¡No despiertes al bebé!

No pudo evitar echarse a reír y le dió un tierno beso en la frente. Agarró las caderas de Paula para controlar mejor sus movimientos y hacerlo más lentamente. Sin saber por qué, le dio la impresión de que verse forzado a guardar silencio no hacía sino aumentar el placer. Era como si estuvieran haciendo algo prohibido. Siguieron así, cada vez con más intensidad hasta que ella se aferró a sus brazos y oyó su grito silencioso. No tardó en llegar él también al éxtasis y todo su cuerpo se estremeció. Fue una sensación maravillosa, una explosión de placer. Se dejó caer sobre ella. Algún tiempo después, no habría podido decir cuánto, se dio cuenta de que podía estar haciéndole daño con su peso. Fue un momento precioso y tuvo incluso la sensación de que podría llegar a dormirse… Empezó a alejarse de ella, pero Paula lo agarró del brazo.

–Quédate conmigo –le pidió.

Dudó un segundo, sabía que no sería capaz de dormir a su lado. Pero en ese momento, no podía negarle nada. Se tumbó a su lado y la atrajo hacia su torso. Paula lo miró entonces a los ojos.

–Te quiero –susurró ella.

Sus palabras lo sorprendieron.

–Te quiero, Pedro –repitió abrazándose a su torso–. Nunca dejé de amarte y nunca lo haré.

Le acarició el pelo sin saber qué decir. Esas palabras eran un regalo repentino y precioso. Nunca se las había dicho a nadie ni había querido que se las dijeran, pero en ese momento, le pareció lo más dulce para sus oídos y auténtico veneno para su corazón. Se dió cuenta de que cada vez tenía más que perder y más que proteger. La abrazó con fuerza. Se preguntó si seguiría amándolo si supiera lo que había hecho.

–¿Qué te parece si pasamos la Navidad en el sur de España? –le preguntó de repente con forzada alegría–. Tengo una casa en la costa, cerca del pueblo donde nací. ¿Qué dices?

Lo que más le gustaba de esa idea era estar a miles de kilómetros de Fernando McLinn. Ella le sonrió medio dormida.

–Iría a cualquier sitio contigo –le susurró Paula.

Le emocionó ver que su esposa tenía un espíritu generoso y un corazón confiado. Ella conocía sus defectos mejor que nadie. Y a pesar de todo, lo quería. Pensó que era el mejor regalo que le habían hecho y el que menos se merecía. Se quedó dormida en sus brazos y él se distrajo mirando las luces de la ciudad por la ventana. A pesar del frío de ese diciembre, la confesión de Paula había conseguido derretir su corazón. Era como un cálido sol para un hombre que había pasado su vida medio congelado. Decidió en ese instante que nunca dejaría que se fuera de su lado. No quería perderla. No iba a dejar que sucediera.

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