miércoles, 13 de noviembre de 2019

Amor y Traición: Capítulo 13

–Es uno de los jueces de la Corte Suprema de Nueva York, Paula – repuso Pedro riéndose.

–Pero, ¿No hay que esperar veinticuatro horas después de conseguir la licencia?

 –Ya lo ha arreglado todo –le dijo su prometido.

–Siempre te sales con la tuya, ¿No? –se quejó ella.

Pedro se inclinó sobre la cama del hospital y le besó su frente sudorosa.

–No –le dijo en voz baja–. Pero esta vez sí –añadió mirando al juez–. Estamos listos.

–El doctor llegará en cualquier momento –les advirtió la enfermera.

–Entonces, haré la versión rápida –repuso el juez mientras le guiñaba un ojo a la regordeta enfermera–. ¿Quiere ser testigo de la boda?

–De acuerdo –repuso la mujer con cierto rubor–. Pero que sea rápido.

–Muy bien. Estamos reunidos aquí, en esta habitación del hospital para casar a este hombre y a esta mujer. Pedro Alfonso, ¿Acepta a…? ¿Cómo te llamas, querida?

 –Paula –respondió Pedro con impaciencia–. Paula Chaves.

–¿En serio? Lo siento, querida.

–Era el nombre de la protagonista en la telenovela favorita de mi madre –explicó ella.

–Ahora lo entiendo –repuso el juez–. Pedro Alfonso, ¿Aceptas a Paula Chaves como tu legítima esposa?

–Sí, la acepto –contestó Pedro.

Paula sintió otra contracción y se agarró a la camisa de Pedro.

–¡Date prisa, por favor! –le espetó su prometido al juez con malos modos.

–Paula Chaves, ¿Prometes amar a Pedro Alfonso hasta que la muerte los separe?

Pedro la miró con sus ojos oscuros.  Siempre había soñado con ese momento y estaba sucediendo de verdad, pero sabía que todo era mentira.

–¿Paula? –le susurró Pedro para que contestara.

–Sí –contestó ella con voz temblorosa.

Pedro suspiró aliviado, como si hubiera temido que ella se negara.

–Bueno, veo que tu novia ya tiene puesto el anillo –comentó el juez frunciendo el ceño–. Me sorprende que le hayas regalado un diamante tan pequeño, Pedro.

Se dió cuenta entonces de que aún llevaba el anillo de compromiso de Fernando. Horrorizada, trató de quitárselo, pero tenía el dedo hinchado y no pudo.

–Lo siento, se me olvidó…

Sin decir una palabra, Pedro consiguió quitarle el anillo y lo tiró a la basura.

–Te compraré un anillo –le dijo con firmeza–. Uno digno de mi esposa.

–No te molestes –repuso ella con una débil sonrisa–. Nuestro matrimonio será tan breve que en realidad no importa.

Afortunadamente, el juez no entendió sus palabras.

–Bueno, chicos, dejaremos de lado la parte del anillo y saltaremos al final –intervino el juez con jovialidad–. Los declaro marido y mujer. Pedro, puedes besar a la novia.

Paula se quedó sin aliento al oírlo, había olvidado esa parte. Pedro se volvió hacia ella y sus ojos se encontraron. Poco a poco, se inclinó hacia ella y se le olvidaron todos los dolores. Notó que dudaba un segundo cuando se vio a un par de centímetros de su boca. Podía sentir el calor de su aliento contra la piel. La besó entonces y sintió un escalofrío por todo su cuerpo. Sus labios eran cálidos y suaves. Duró solo un instante, pero cuando Pedro se apartó, ella se quedó temblando.

–Bueno, enhorabuena, chicos –les dijo el juez–. Ya están casados.

No podía creerlo. Se había casado con Pedro, era su esposa. Aunque no podía olvidar que solo serían tres meses, el acuerdo prenupcial lo dejaba muy claro. Se tensó cuando sintió el golpe de otra contracción. Era un dolor insoportable. Abrió la boca y reprimió un grito al ver entrar a su médico. Echó un vistazo a los monitores que tenía conectados al vientre y la examinó. Después, le dedicó una sonrisa.

–Para ser primeriza, se te da muy bien, Paula. Es hora de empujar – le dijo.

Asustada, buscó la mano de Pedro y lo miró con ojos suplicantes.

–Paula, estoy aquí –le recordó mientras tomaba sus manos–. No me voy a ninguna parte.

Gimiendo, se concentró en sus ojos negros y se dejó llevar por ellos. Empezó a empujar cuando se lo indicó el médico. Nunca había sentido tanto dolor. Se agarró a las manos de su flamante marido con todas sus fuerzas, pero Pedro no se inmutó y no se separó de ella. Estaban rodeados de enfermeras que no paraban de moverse, pero ella solo tenía ojos para él. Pedro era su punto focal. No dejó de mirarlo y él tampoco lo hizo. Y al final, el dolor valió la pena cuando le colocaron en sus brazos una preciosa y sana niña de tres kilos de peso. La miró asombrada, era su hija. Era el peso más dulce que había sentido sobre su pecho. La abrazó y la niña la miró parpadeando. Inclinándose sobre las dos, Pedro besó su frente sudorosa y después la cabeza del bebé. Fue un momento perfecto, estaban ajenos al personal médico que seguía trabajando a su alrededor.

–Gracias, Paula, por el regalo más bonito que me han hecho nunca –susurró él mientras acariciaba la mejilla del bebé–. Una familia – agregó mirándola con ojos oscuros y brillantes.

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