–Yo creí que casarme contigo probaba cuánto te quería. Cometí el pecado de dar demasiado por hecho –se inclinó hacia ella y le dió un beso suave–. Es posible que fuera algo arrogante.
–¿Posible? –sonrió contra sus labios–. ¿Pensabas que ese detalle, casarte conmigo, iba a servirme para toda la vida?
–No era tan malo. Te probaba mi amor a diario. Te enviaba muchos regalos.
–Los enviaba tu secretaria –murmuró paula–. ¿Crees que no sabía que le decías: «Envía flores a mi esposa», y ella se ocupaba de todo?
–Yo elegía las joyas.
–De una selección que te enviaban al despacho para reducir la inconveniencia y el impacto que pudiera tener en tu jornada laboral. No digo que no fueras generoso –añadió rápidamente–. Solo digo que esos regalos no hacían que me sintiera segura.
–Tendrían que haberlo hecho. Era su función.
–¿Por qué? No eran personales. Eran regalos genéricos. Seguro que te habían garantizado la gratitud eterna de muchas mujeres en el pasado. A mí solo me recordaban que eras un hombre muy rico, y que había todo un harén esperando una grieta en nuestro matrimonio para aprovecharla.
–Sí había regalado joyas antes. Pero eres la primera y única mujer a la que he amado.
–Y se suponía que yo tenía que saberlo.
–Sí. Pero no sabía cuánto te habían herido. Si me lo hubieras dicho...
–Habría sido aún más vulnerable.
–Si hubiera tenido más idea de lo que había en tu cabeza, tal vez no me hubiera equivocado tanto. Y eso no quiere decir que te culpe de mis fallos.
–Admito que el pasado me ha vuelto cauta y no puedo hacer nada al respecto, pero cuando estuvimos juntos no ví nada que me hiciera pensar que te importaba. Cada vez pasabas más tiempo en el trabajo –encogió las piernas, sintiéndose vulnerable solo por hablar del tema–. Y cuando te pedí ayuda no tuviste tiempo para mí. Eso me convenció de que no me querías. Por eso me fui, Pedro. No me diste ninguna indicación de que nuestra relación pudiera sobrevivir.
Y una parte de ella, que odiaba, seguía sin permitirle aceptar y creer su declaración de amor. Oír a Pedro Alfonso decir «te quiero» había sido y era el sueño de muchas mujeres. Sin embargo, para ella no eran más que palabras. Frustrada, Paula se levantó, se puso una bata y salió a la terraza. El miedo era como un escalofrío que recorría su piel ardiente. Por fin entendía que el futuro de su matrimonio no residía en su capacidad de tener hijos, sino en su capacidad de confiar en que él no le haría daño.
Pedro se preguntó qué quería ella decir con que «nunca le había dado ninguna indicación».Tumbado de espaldas con las manos en la nuca, rememoraba dos años de matrimonio, enfrentándose a algunos hechos incómodos. Le había comprado joyas. Flores. Utilizando esos canales que ella había identificado con tanta astucia. Regalos extravagantes que, a su modo de ver, probaban la profundidad de sus sentimientos.Ella siempre se los había agradecido, pero ¿Cuánto tiempo había invertido él en esos regalos? Le había dado lo que pensaba que quería, no lo que ella quería en realidad.Eso lo avergonzaba.
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