En ese momento, agradeció la protección adicional que le otorgaban las gafas de sol. No le gustaba revelar sus pensamientos, siempre se había protegido. Confiar en él había requerido todo su coraje y por ello su traición había resultado más devastadora aún.Aunque no le vió hacer ningún gesto, uno de los coches se acercó a ella.
–Sube al coche, Paula–el tono de voz gélido la envolvió, paralizándola.
No podía moverse. Miró el interior del lujoso vehículo, evidencia del éxito de los Alfonso.Se suponía que tenía que subir sin hacer preguntas. Seguir sus órdenes porque eso era lo que hacían todos. En su mundo, un mundo que la mayoría de la gente no podía ni imaginar, era omnipotente. Él decidía qué ocurría y cuándo. Ella pensó que su tercer error había sido regresar. La ira que había controlado durante dos años empezaba a corroerla como un ácido. No quería subir a ese coche con él. No quería compartir un espacio cerrado con ese hombre.
–Estoy mareada después del viaje. Antes de ir al hotel, voy a pasear por Palermo un rato –había reservado un hotel pequeño, invisible al radar de un Alfonso. Un sitio donde recuperarse del impacto emocional de asistir a la boda.
–Sube al coche, o te subiré yo –siseó él–. Avergüénzame en público otra vez y te arrepentirás.
Otra vez. Porque ella había hecho exactamente eso. Había tomado su orgullo masculino y lo había roto en pedazos, y él nunca la había perdonado. Perfecto, porque ella no l había perdonado a él por abandonarla cuando más lo necesitaba.No podía perdonar ni olvidar, pero daba igual porque no quería reavivar su relación. No quería arreglar lo que habían roto. Ese fin de semana no tenía que ver con ellos, sino con la hermana de él. Su mejor amiga. Se centró en esa idea, agachó la cabeza y subió al coche, agradeciendo los cristales opacos que la ocultarían del escrutinio de los pasajeros que observaban desde el avión.
Pedro se reunió con ella y los pestillos de seguridad chasquearon, recordándole que la adinerada familia Alfonso siempre era un objetivo y necesitaba protección. Él se inclinó hacia delante y le habló al chófer en el italiano, cantarín y sedoso, que ella adoraba. Dados sus negocios internacionales, usaba más el italiano que el dialecto siciliano local, más gutural, aunque no le costaba nada cambiar de uno a otro.
–¿Cómo sabías que venía en ese vuelo? –preguntó Paula, envidiando la libertad de los pasajeros que empezaron a desembarcar.
–¿Lo preguntas en serio?
Si había algo que la familia Alfonso desconocía, era porque no le interesaba. La amplitud y alcance de su poder era abrumadora, sobre todo para alguien como ella, llegada de la nada.
–No esperaba que me recibieras. Iba a ponerle un mensaje a Luciana, o llamar a un taxi, o algo.
–¿Por qué? –su musculosa pierna estaba muy cerca de la de ella, invadiendo su espacio personal–. ¿Querías averiguar si pagaría el rescate si te secuestraban? –exudaba poder y, de repente, ella comprendió por qué se había dejado llevar. Apenas podía pensar en su presencia. Incluso en ese momento, su sexualidad la dejaba sin aire.
–Pronto tendremos la sentencia de divorcio –intentó ampliar la distancia entre ellos–. Seguramente les habrías pagado para librarte de mí. Tu insolente y desobediente exesposa.
–Hasta que la tinta se seque en esos documentos, eres una Alfonso. Actúa como una –la tensión entre ellos adquirió un punto máximo.
Paula recostó la cabeza. Paula Alfonso. Un recordatorio legal de que había tomado una mala decisión. El apellido sonaba mejor que la realidad. La grande y poderosa familia Alfonso estaba unida por vínculos de sangre y siglos de historia. El apellido era sinónimo de éxito, deber y tradición. Incluso Luciana, a pesar de su rebeldía y su educación en una universidad inglesa, iba a casarse con un siciliano de buena familia. Su futuro estaba planificado. Pasado un año tendría un bebé. Y después otro. Eso hacían los Alfonso. Traer a otros Alfonso al mundo para continuar la dinastía.
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