Le había pedido a su piloto que estuviera listo para volar a Cerdeña después de las celebraciones. Pero antes tenía que pasar por el trago de la boda de su hermana. Y Paula también.
–Haz lo que haya que hacer –le dijo al abogado–. Tengo que ir actuar de maestro de ceremonias del circo que han montado.
–Cuando ví las flores y los ponis blancos, me pareció que había entrado en un cuento de hadas –Hernán sonrió–. Es típico de Luciana.
–Mi hermana está obsesionada con los finales felices –dijo él.
Pensó que Paula, en cambio, no creía en ellos. Aún recodaba cómo, durante la boda, no había dejado de tocarlo para comprobar que era real. Su mano, su rostro. «Dime que esto está ocurriendo. Que no voy a despertarme de repente».Nunca había visto a nadie tan feliz, y había sentido euforia al saber que se había ganado su confianza. Una euforia que había seguido por una caída en picado cuando todo se estropeó. Para Paula el final no había sido feliz. Había sido como estrellarse contra una pared.
–Te queda perfecto –Luciana se echó hacia atrás y estudió a Paula–. Estás guapísima.
–Ambas sabemos que no soy guapa, pero gracias. Tú sí estás bellísima, que es lo apropiado, siendo la novia –Paula sonrió, ocultando su dolor–. Todo el mundo te estará mirando.
Paula habría preferido no lucir una pálida túnica de seda ni llevar un ramito de luminosas margaritas amarillas. No encajaban con su estado de ánimo y le recordaban demasiado a su propia boda. Un evento que se esforzaba por olvidar. Pedro y ella se habían casado en la capilla privada de la familia Alfonso, dejándose arrastrar por un impulsivo torbellino de felicidad. Luciana había optado por una boda en la playa, e invitado a la mitad de la población de Sicilia. A Paula la aliviaba que fuera una boda tan absolutamente distinta de la suya. No habría momentos de nostalgia ni recuerdos incómodos. Solo tenía que pasar el trago y volver a casa. Por suerte, Pedro había salido de la villa antes de que ella se despertara, librándolos a ambos de otro incómodo encuentro. Pero temía el momento en el que volviera a verlo. Ese beso... El hombre sabía besar, pero eso no cambiaba las cosas. Un beso no era amor.
–¿Estás lista? –ajustó el velo de Luciana.
–Oh, sí. ¿Y tú?
–Claro. Vamos allá –Paula sonrió. «Acabemos con esto, y me iré a casa».
Volaba al día siguiente.Solo tenía que sobrevivir a la boda, la cena y otra noche en la villa. Se concentraría en su amiga. No miraría a Pedro. Fue hacia la puerta.
–Espérame –Luciana agarró su brazo–. Quiero ver la cara de Pedro cuando te vea con ese vestido.
–No te rindes nunca, ¿Verdad?
–No cuando es algo por lo que merece la pena luchar. Sabes que aún lo quieres.
–Muévete, o llegarás tarde a tu propia boda –Paula no seguía queriéndolo. En absoluto.
–No cambies de tema.
–¡Es tu boda! El tema eres tú. Vamos.
Paula, cruzando la terraza cubierta de flores con Luciana, agradeció el estilo ostentoso de su amiga. Su propia boda había sido discreta e íntima. Un intercambio de votos entre dos amantes y los amigos y familiares más cercanos. En la de Luciana, había más de doscientos invitados. No supo cómo había reaccionado Pedro a su vestido porque, ocupada con el vestido de su amiga, no lo miró cuando llegó a la terraza.
–Estás de vuelta –le dijo la madre de él, cuando estuvieron cara a cara.
Ni siquiera el sol siciliano podía paliar la falta de calidez de la frase. Paula conocía bien el motivo de su desaprobación. A Ana Alfonso, cuyo linaje documentado se remontaba a antes del siglo XV, Paula tenía que parecerle una nuera del infierno. Una descastada que no había cumplido el requisito esencial de una buena esposa siciliana: ser ciega al mal comportamiento de su esposo.
–He venido solo a la boda. Luego me iré.
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