Si tocaba sonreír, sonreiría; si bailar, bailaría. De niña había aprendido a ocultar sus emociones: lo exterior no tenía por qué reflejar lo interior. Se sintió capaz de enfrentarse a la situación hasta que cruzaron las verjas del complejo y comprendió que el chófer tomaba la carretera privada que iba a Villa Afrodita. La joya de la corona. El escondite y respiro de Pedro tras las exigencias de su imperio empresarial.Cuando habían construido el complejo, habían instalado allí la sede de la corporación. Paula siempre había admirado la oficina de Pedro, que sacaba el máximo partido del entorno costero. Era ingeniero de estructuras y su talento era visible en el innovador diseño de su oficina. Previsiblemente, las paredes eran de cristal. Lo inesperado era que el suelo, que se extendía por encima del agua, también lo era; el colorido de los peces mediterráneos que nadaban bajo los pies del visitante, eran una distracción segura.
Era típico de Pedro combinar lo estético con lo funcional, y lo hacía en todos sus hoteles.
–No veo por qué una oficina tiene que ser una caja aburrida en el centro de una ciudad llena de contaminación –había dicho cuando ella vió su despacho por primera vez–. Me gusta el mar. Así, aunque tenga que estar trabajando, lo disfruto. Esa amplitud de miras, junto con su sofisticación y aprecio del lujo había hecho que su empresa fuera todo un éxito.
–¿Por qué vamos por esta carretera? No voy a alojarme aquí –preguntó ella, descompuesta. Villa Afrodita le recordaba su luna de miel, tan felíz y cargada de esperanzas de futuro.–¿Qué importa dónde duermas? –su voz sonó dura y despiadada–. Si lo que compartimos fue «solo una boda», aquí tuvimos «solo una luna de miel», así que el lugar no tiene valor sentimental para tí. Es solo una cama.
Paula intentó regular el ritmo de su respiración. Llevaba un inhalador para el asma en el bolso, pero no iba a utilizarlo delante de él excepto en caso de vida o muerte. La había atrapado. Si admitía lo que le hacía sentir el lugar, revelaría sentimientos que no quería revelar. No admitirlo suponía alojarse allí.
–Es tu mejor propiedad –sabía que a veces se la había prestado a músicos y actores famosos de luna de miel–. ¿Por qué desperdiciarla en mí?
–Es la única cama libre del complejo. Duerme en ella y agradécelo –su voz sonó tan fría y objetiva que por un momento ella creyó que la villa no significaba nada para él. Para un hombre que tenía cinco casas y pasaba la vida de viaje de negocios, no era más que otra lujosa vivienda.O tal vez la llevaba allí para castigarla.
–Bueno, por lo menos tiene buena conexión de Internet –dijo ella, mirando al frente.
Intentó no recordar que mirarlo a los ojos había sido su pasatiempo favorito, por la increíble conexión que sentía. Con él había descubierto la intimidad, que conllevaba apertura y, a su vez, vulnerabilidad, como había descubierto a su pesar. Él le había exigido su confianza, y había terminado rindiéndose. Y después él le había fallado de tal manera que no creía que sus heridas llegaran a cicatrizar nunca.
–Se te trata como a una huésped de honor. Los dos sabemos que es más de lo que mereces. Vamos.
Sin darle tiempo a discutir, abrió la puerta y bajó del coche con el ímpetu que lo caracterizaba. Laurel comprendió que él solo pensaba en que ella lo había dejado. Se centraba en su orgullo, no en la relación. Se consideraba la parte agraviada.No tuvo más opción que seguirlo por el camino que llevaba a la villa. Sabía que dentro el aire acondicionado sería un alivio tras el sol siciliano. A no ser que fuera la pasión lo que la quemaba. Pedro abrió la puerta mientras el chófer retrocedía y ponía rumbo al hotel principal.
–¿Por qué no te ha esperado? –preguntó Paula.
Entró intentando no recordar su noche de bodas, cuando había cruzado el umbral en brazos de él.
–¿Por qué crees? –dejó la maleta en el suelo–. Porque yo también me alojo aquí.
–Por favor, dime que eso es una broma... –su voz sonó rara, automática–. Solo hay un dormitorio.
Un dormitorio enorme con vistas a la piscina y a la playa. El dormitorio en el que habían pasado largas y ardientes noches juntos.
–Culpa a Luciana. Es su boda y ella distribuye las habitaciones –Pedro sonrió con amargura.
–¡No voy a compartir una cama contigo! –casi gritó ella.
Él se volvió con expresión feroz.
–¿Crees que necesitas decirme eso? ¿Crees que te aceptaría en mi cama después de lo que hiciste?
Con el corazón martilleándole en el pecho, ella dió un paso atrás, aunque sabía que él nunca le haría daño. Al menos, no físico.
–No puedo quedarme aquí contigo –las emociones afloraban desde dentro, incontenibles–. Es demasiado...
–Demasiado ¿Qué?
A ella se le aceleró el corazón. Él era experto en leerle la mente y era imperativo que no lo hiciera en ese momento. Agradeció su práctica a la hora de esconder lo que sentía.
–Es incómodo –dijo con frialdad–. Para ambos.
–Creo que «incómodo» es el menor de nuestros problemas –él apretó los labios–. No te preocupes, dormiré en el sofá. Me resultará fácil no tocarte, tranquila. Ya tuviste tu oportunidad –con una indiferencia insultante, se alejó de ella.
Sin embargo, había rastros suyos por todas partes: una chaqueta sobre el respaldo de un sillón, un vaso de limonada a medias, su ordenador portátil en reposo, porque trabajaba tanto que nunca lo apagaba. Todo eso era parte de él, demasiado familiar, y ella sintió que la ahogaba. Habría querido dar marcha atrás al reloj, pero no habría sabido hasta qué momento. Su amor había estado condenado desde el principio. Entre los dos habían conseguido que Romeo y Julieta parecieran una pareja divina.
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