Exhausta por el bombardeo emocional, Paula se preguntó si sobreviviría a una velada entera cerca de Pedro. Hacía tanto tiempo que no lo veía que se sentía como una adicta con síndrome de abstinencia. Lo oyó reír y giró la cabeza para mirarlo. Nunca había reído tanto como cuando estaba con él. La vida le había parecido liviana y esperanzadora. En ese momento reía con otra mujer. Y era muy bella. Su forma de comunicarse sugería una intimidad que iba más allá de la mera amistad. En ese momento, una de las primitas corrió hacia él y tocó su pierna. Con una sonrisa, Pedro la alzó en brazos, otorgándole atención plena. A juzgar por la expresión de la niña, le dijo algo divertido.Ver su interacción con la niña desató todo lo que guardaba en su interior. Se dió la vuelta, preguntándose si alguien lo notaría si se marchaba. Estuviera donde estuviera, era consciente de él. Lo percibía hasta de espaldas. La sensación invadía su mente y le impedía concentrarse. Anhelaba mirarlo. Por una vez, agradecía que la multitud y las normas sociales le impidieran correr a su lado y deshacer cuanto había hecho.
–Deberías comer algo –pedro apareció a su lado e hizo un gesto a una camarera que circulaba con una bandeja de canapés.
–No tengo hambre.
–A no ser que pretendas llamar la atención, te sugiero qu comas –Pedro tomó un trozo de pollo de la bandeja–. Está marinado en zumo de limón y hierbas. Tu bocado favorito.
Ella se preguntó si estaba conjurando a propósito el recuerdo de la noche que habían asaltado la cocina como niños y bajado a la playa. Ese decadente picnic a la luz de la luna era uno de sus recuerdos más felices. Tenía la sensación de estar a punto de ahogarse de pena. Aceptó el pollo porque le pareció más fácil que discutir. Consiguió masticar y tragar, aunque él la observaba con esos ojos oscuros y aterciopelados que veían demasiado.
Dejó de mirar la curva cínica de su boca, inquieta por el impulso que sentía. Estaban tan cerca que no le costaría nada besar sus labios. Se fundiría con él, que enredaría los dedos en su cabello y devoraría su boca con una destreza enloquecedora. Nadie besaba como Pedro. Tenía un conocimiento innato de lo que necesitaba una mujer, y su repertorio iba de ardiente y descontrolado a lento y sensual. El aroma del mar se mezclaba con el dulce perfume de las flores mediterráneas, y a su alrededor se oía el tintineo de las copas y el zumbido de las conversaciones. Aunque la terraza estaba llena de gente, el mundo se limitaba a ellos dos.Los ojos de él oscurecieron bajo las espesas pestañas y el ambiente entre ellos cambió. Aunque de lejos parecieran dos personas intercambiando palabras corteses, tanto Paula como él habían notado el sutil pero peligroso cambio. Ella tenía la sensación de ser una barca que la corriente arrastraba hacia una letal catarata. Frenética, intentó retroceder, salvarse de la caída.
–He oído que Federico y tú por fin han encontrado un buen terreno en Cerdeña –el bien elegido recordatorio de su dedicación a los negocios tuvo el efecto que esperaba.
–Estamos negociando la compra –estrechó los ojos–. Urbanizar en Cerdeña no es fácil.
Pero ella sabía que encontraría la manera. Era lo suyo. Adoraba los retos, aunque solo fuera para demostrar que podía ganar a quienes se le oponían.Y por eso estaba tan enfadado con ella. No solo por su marcha, sino porque no le había dado la oportunidad de luchar y vencer.
–Enhorabuena. Sé cuánto deseabas establecer la empresa allí.
–El trato aún no está finalizado.
Ella no dudaba que lo estaría pronto. El aire vibraba entre ellos, pero ante tantos invitados tenían que actuar de forma civilizada. La curiosidad de la gente era obvia, pero Pedro era demasiado poderoso para que se atrevieran a observar o especular abiertamente. De pronto, ella se preguntó si su separación había sido difícil para él, un hombre que había vivido una vida dorada, siempre ascendiendo a lo más alto.
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