Siempre había visto a Pedro inmaculado. Pero en ese momento necesitaba un afeitado y era obvio que había salido de la villa a medio vestir.
–¿No son esos los pantalones de la boda?
–Tenía prisa por venir –su rostro moreno había perdido el color y sus ojos estaban velados por la culpabilidad–. Agarré lo primero que ví.
Ella se preguntó si sabía que llevaba desabrochados la mitad de los botones de la camisa, ofreciendo a las turistas la visión de un pecho muy viril.
–Agradezco el gesto, pero no cambia nada. Vete a casa, Pedro. No te quiero.
A sus espaldas, una mujer farfulló: «Si ella no lo quiere, me lo quedo yo», pero a Paula no le interesaban otras opiniones sobre ese hombre.
–Dame la oportunidad de pedirte disculpas de forma adecuada –su mirada era febril, desesperada.
–¡Sí, una oportunidad! –coreó la audiencia.
–Si un hombre quiere pedir perdón, permítelo. Es insólito –le dijo una mujer–. Deja que hable.
–Se le da bien hablar –alegó Paula.
Ellas veían un hombre guapo y rico, pero Paula no se fiaba.
–Tienes suerte. Mi esposo no sabe hilar una frase que no incluya «cerveza» y «fútbol».
–Diga lo que diga, no será verdad –dijo Laurel.
–¡Sí lo será! –interrumpió Pedro, ofreciendo una sonrisa deslumbrante a la mujer–. Gracias por su consejo. Espero que su estancia en Sicilia haya sido espectacular.
–Sí que lo ha sido, muchas gracias.
–Señora, su tarjeta de embarque –la chica del mostrador ofreció a Laurel el pasaporte y la tarjeta, pero fue Pedro quien agarró los documentos.
–Aquí molestamos. Deberíamos mantener esta conversación en otro sitio.
–No estamos conversando.
–De acuerdo, lo haré aquí si te empeñas.
–¿Hacer qué?
Tras un leve titubeo, Pedro la atrajo hacia sí y la besó. Un beso cargado de desesperación, que tenía el propósito de disuadirla. Paula oyó un suspiro colectivo pero, resuelta, ignoró la llamarada de calor y se apartó de él.
–Eso no es una disculpa.
–Lo sé –su voz sonó ronca–. Pero antes tenía que captar tu atención y no conozco otra forma de hacerlo. El cerebro no me funciona.Y había captado su atención, por supuesto.
–Mi dispiace, lo siento –murmuró contra su boca, cargando las palabras de intimidad y sentimiento–. Siento lo de nuestro bebé. Siento el miedo que pasaste. Sobre todo siento no haber estado allí contigo. Tengo tanto por lo que pedirte perdón que no sé por dónde empezar.
–Es demasiado tarde –de repente, las lágrimas empezaron a quemarle los ojos.
–Ti amo. Te quiero, Paula–tomó su rostro entre las manos y capturó su mirada–. Entiendo que puedas no creerlo ahora, pero sí te quiero.
–No digas eso.
–Lo digo porque es verdad, aunque admito que no he sabido demostrártelo. Soy desconsiderado y torpe, pero te quiero. Te amo tanto que no sé vivir sin tí. Soy demasiado egoísta para dejarte marchar.
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