–De vuelta a la villa. Aunque no es asunto tuyo –Paula maldijo a los Alfonso para sí.
–Estás haciendo daño a mi hermano. Eso lo convierte en asunto mío.
–Es lo bastante grande para cuidarse solito.
Paula sabía que eso no detendría a Federico, y sintió envidia de que se preocupara de su hermano. Nadie se preocupaba de ella. No era algo que esperase ni quisiera.
–Tenerte aquí le lía la cabeza. Solo quiero decirte una cosa, Paula... –dijo, algo borracho y muy enfadado–. Si vuelves a hacer daño a mi hermano, te aplastaré como a un insecto. ¿Capisci?
–Non capisce niente–replicó Paula–. No entiendes nada. No te metas en mis asuntos, Federico.
«Hacer daño a mi hermano...». Por lo visto, el daño que su hermano le había hecho a ella no contaba para nada. Paula lo apartó de un empujón, consciente de que eso la convertiría en objeto de miradas curiosas. Sin duda, todos querían saber qué le había dicho Federico a la desobediente exesposa de su hermano para que saliera corriendo.Casi voló escalones abajo. Había oscurecido y las lámparas solares que iluminaban el camino que bajaba a la playa parecían un millón de ojos que contemplaran su escapada. Notando una opresión en el pecho, disminuyó el ritmo. Lo último que necesitaba era un ataque de asma.Poco a poco, la música y la cháchara quedaron atrás. Allí dominaba el sonido de las olas golpeando la orilla. Paula se quitó los zapatos. La soledad era un bálsamo para sus heridas.Todos estaban furiosos con ella. Era tan bienvenida como un virus mortal en una fiesta infantil. La enfurecía que asumieran que toda la culpa era suya.Estaba allí por Luciana, pero por fin veía claro que cuando su amiga aceptara que ellos habían terminado, también acabaría su amistad . Deprimida por la idea, se sentó en la arena y se abrazó las rodillas, dejando a un lado el bolso y los zapatos. El mar se extendía ante ella, negro como la tinta. Había sido una estúpida al pensar que su amistad con Luciana podría continuar después de lo que había hecho.Intentó controlarse, consciente de que la opresión en el pecho aumentaba. No sabía cuánto tiempo llevaba allí sentada, con los ojos llenos de lágrimas, cuando notó que dejaba de estar sola.
–Vuelve a la fiesta, Pedro. No tenemos nada más de qué hablar –ordenó, enfadada porque no hubiera tenido la sensibilidad de dejarla en paz.
–Quiero hablar del bebé.
–Yo no.
–Lo sé, y por eso estamos en esta situación. Porque te negaste a hablar de ello.
Su injusticia la dejó sin aire. Incluso tratando el más delicado de los temas, el lenguaje corporal de Pedro tenía la sutileza que habría tenido un invasor que llegara a esquilmar Sicilia. Las piernas firmes y separadas, y una mano en el bolsillo. Los hombros tensos, listos para la batalla, y los ojos color carbón entrecerrados, como si evaluara a su contrincante. Paula reconoció al Pedro experto en solventar problemas. Un metro noventa de macho siciliano furioso, dispuesto a luchar hasta obtener la victoria. Y aunque una parte ella odiaba ese aspecto él, otra parte admiraba su fuerza y determinación. Apretó los dientes, diciéndose que no la atraía su virilidad.«Acaba con eso, Paula». Tenía que apagar esos diminutos destellos de deseo antes de que se extendieran y sofocaran su sentido común.
–¿Quieres hablar del bebé? Bien, hablemos. Estaba embarazada de diez semanas. Tuve dolores abdominales. Tú estabas en viaje de negocios. Te llamé, pero decidiste seguir con tus negocios. Tomaste tu decisión. La situación empeoró. Volví a llamarte pero habías apagado el teléfono. Dejaste tus prioridades muy claras. No hay más que decir sobre el tema –el idílico entorno no diluía la tensión que latía entre ellos.
–Tergiversas los hechos. Llamé al médico y me aseguró que con unos días de reposo estarías bien. Nadie esperaba que perdieras al bebé.
Ella sí había esperado perder al bebé. Desde el primer calambre, su instinto femenino le había dicho que algo iba muy mal.
–Entonces, eso te libra de responsabilidad.
–Accidenti, ¿Por qué te niegas a hablarlo?
–Porque esto no es una conversación. Es otro monólogo en el que me dices lo que debo sentir. Quieres que diga que todo fue culpa mía, que me porté de forma poco razonable, pero no lo diré porque no es cierto. Fuiste tú el del comportamiento poco razonable –su respiración sonó agitada–. Y no fuiste poco razonable. Fuiste cruel, Pedro. Cruel.
–¡Basta! –bramó él–. Haces que suene como si hubiera sido muy fácil, pero mi rol en la empresa conlleva una gran responsabilidad. Mis decisiones afectan a miles. Y a veces son decisiones difíciles.
–Y a veces son erróneas, sin más. Admítelo.
Él exhaló y maldijo al mismo tiempo, con el rostro contorsionado por la exasperación.
–Desde luego, en retrospectiva, admito que es posible que tomara la decisión incorrecta ese día.
Nunca se había acercado tanto a una disculpa, pero eso no palió el dolor que ella sentía. Atenazada por una avalancha de emociones, olvidó la promesa que se había hecho de no revisitar el pasado.
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