Dió instrucciones a Federico y colgó el teléfono.
–¿Va todo bien? –preguntó ella desde la cama.
Con ojos adormilados, sin maquillaje y con el pelo revuelto, estaba preciosa.
–Todo bien –decidió posponer el momento de decirle que tenía que volver a Palermo, pero ella percibió algo y salió de la cama.
Se agachó para recoger la prenda de seda que había empezado la noche sobre su cuerpo y acabado en el suelo. Ese movimiento bastó para hechizarlo. Cuando se reunió con él en la terraza, puso las manos en su nuca y la besó largamente.
–Mmm... –se apartó de él–. ¿Qué me ocultas?
–¿Qué te hace pensar que te oculto algo?
–Tu expresión –rodeó su cuello con los brazos–. Dímelo.
–Tengo que regresar. Una crisis en el proyecto de Cerdeña requiere mi atención. Lo siento mucho, mi amor –esperaba ver decepción, pero ella sonrió.
–Está bien. Sabíamos que no podíamos quedarnos para siempre –afirmó con valentía.
–No digas que está bien cuando estás pensando otra cosa. Dime lo que piensas, quiero saberlo.
–De acuerdo –sus ojos chispearon burlones–. Estoy pensando que no quiero que te vayas. Quiero que nos quedemos aquí para siempre.
–Por lo menos ahora sé que dices la verdad.
–Pero ambos sabemos que no es práctico quedarnos. Y este trato es muy importante para tí, lo entiendo. No puedes delegarlo en otra persona.
–Ocurra lo que ocurra, nada cambiará cuánto te quiero –tomó su rostro entre las manos y la besó–. Dime que lo entiendes.
–Lo entiendo.
Pedro no se hacía ilusiones. Esos últimos días ella se había abierto más que nunca, pero él sabía que cuando se sentía amenazada, se cerraba al mundo. Era su forma de protegerse.
–Una semana –prometió contra sus labios– volveremos por una semana. Y empezaremos y acabaremos cada día juntos. Desayuno y cena. Cerdeña está muy cerca de Sicilia. No pasaré mucho tiempo fuera. Es una promesa.
Paula observó a Pedro enviar un correo electrónico con una mano mientras se anudaba la corbata de seda con la otra. En la mesa había una taza de café, ya frío, que no había tenido tiempo de beberse. Desde que habían llegado al Palazzo Alfonso había estado abrumado de trabajo. Sintió una punzada de añoranza por la sencillez de su vida en Taormina. En Palermo compartía a Pedro con muchísima gente. Él había cumplido la promesa de desayunar y cenar juntos, pero la noche anterior habían cenado pasadas las once. Además, la incomodaba la grandiosidad del palacio. Las paredes estaban llenas de obras de arte de valor incalculable. Pedro se alojaba allí cuando tenía que estar en la ciudad, pero prefería la villa en el Alfonso Spa y su nueva casa en Taormina. Su hogar. El de los dos. La palabra hogar hacía que se sintiera de maravilla. Se derretía por dentro al pensar que el increíble hombre que tenía delante era suyo. Era adicto al trabajo, sí, pero ella adoraba su energía y su entrega. Pedro asumía responsabilidades y compromisos con el trabajo y con su familia desde mucho antes de que ella lo conociera. Se acercó y terminó de anudarle la corbata mientras él, gesticulando, soltaba una indignada parrafada en italiano. Cuando colgó la llamada estaba visiblemente enfadado.
–¡Abogados! –tensó la mandíbula–. Son capaces de hacer que un hombre se dé a la bebida. Tengo que volar a Cerdeña y había pensado pasar la tarde contigo. Iba a llevarte de compras.
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