–No debería hacerte falta retrospectiva para saber que fue un gran error. Sabías cuánto me costó llamarte y pedirte que vinieras. ¿Cuándo te había pedido ayuda o apoyo? Nunca. Solo esa vez, cuando estaba sola y aterrorizada. Pero estabas demasiado ocupado jugando al magnate para tener esa pizca de sensibilidad. ¿Sabes lo peor de todo? –le tembló la voz–. Antes de conocerte nunca había necesitado a nadie. Era fuerte. Confiaba solo en mí y solucionaba mi vida. Pero tú me abriste como a una almeja, quitándome la protección. Exigiste que me abriera. Me obligaste a necesitarte y yo, estúpida de mí, te dí ese poder. Y me fallaste.
–Dirijo una corporación mundial –Pedro tironeó de la pajarita y desabrochó el botón superior de la camisa–. Soy un hombre con enormes responsabilidades y en esta ocasión...
–Eres un hombre que pone a su esposa en segundo lugar, tras sus negocios, Pedro. Lo que más me deprime es que sigues sin admitir que tu decisión fue pésima. Te crees tan incapaz de equivocarte que he tenido que arrancarte ese «es posible que tomara la decisión incorrecta». Pues tengo una noticia para tí: es indudable que tomaste la decisión incorrecta –echó la cabeza hacia atrás y tomó aire para decir las palabras que aniquilarían su relación–. Te odio por eso casi tanto como te odio por hacer que te necesitara. Eres un matón arrogante e insensible, y no te quiero en mi vida.
–¿Un matón? –tensó los hombros–. ¿Ahora soy un matón?
–Empujas y empujas hasta que las cosas van por donde quieres que vayan. Da igual el asunto que sea, tienes que ganar –dijo ella–. Te interesaba tanto ese negocio caribeño que te convenciste de que yo estaría bien. Justificaste tu actitud recordándote cuánta gente dependía de tí y que tu responsabilidad era quedarte hasta el final de la reunión. Pero lo cierto es que te quedaste porque crees que nadie hace las cosas tan bien como tú, y porque te encanta el triunfo. Te tendría más respeto si tuvieras la honestidad de admitirlo. Pero te dices que la culpa es mía porque la alternativa sería reconocer tu error, y tú no te equivocas, ¿Verdad? –posiblemente fuera la parrafada más larga y reveladora que él había oído de sus labios.
Vió en sus ojos cuánto lo impactaba.
–Ya he admitido que tomé la decisión errónea. Pero has vuelto a desviar la conversación, evitando hablar del bebé que perdiste.
«Que perdimos», pensó ella. «Lo perdimos ambos». Como era habitual, él respondía atacando y quitando importancia a sus propios fallos.
–Estás muy orgulloso de ser capaz de hablar de tus emociones, pero son las tuyas, Pedro. No te interesan las de ninguna otra persona a no ser que encajen con las tuyas. Quieres conocer mis sentimientos para poder decirme que me equivoco; para cambiar mi mente y decirme qué debo pensar. Tienes la sensibilidad de un tanque, y odio tu actitud cavernícola y dominante.
–Recuerdo una época en la que te gustaba mi actitud cavernícola y dominante –le devolvió él.
Sus ojos negros tenían un brillo letal.
–Eso fue hace mucho tiempo –dijo ella, sintiendo una súbita oleada de calor sensual.
–¿De verdad? –la levantó del suelo sin darle tiempo ni a decir su nombre.
Ella tuvo que apoyar la palma de la mano en su pecho para equilibrarse. Sintió los duros músculos a través de la fina camisa de seda. Como si estuviera en trance, se inclinó hacia él. Estaba sofocada, pero no sabía si era por el calor siciliano o por la pasión que le quemaba la piel.
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