–Supongo que quería saber si ya te habías librado de mí.
–Sabe que sigo enamorado de tí –declaró él.
–Dudo que eso le haya sentado bien.
–No necesito el permiso de mi hermano para sentir lo que siento.
–Me odia, Peddro. Ayer ví su expresión. Y tu madre también me miró con reproche. Soy la nuera malvada –con ojos cansados, apartó la silla y se puso en pie–. No puedes simular que no importa. Ni golpear a todo el que diga cosas malas de mí. Este lugar es precioso, pero no cambia el hecho de que somos un desastre. Nada puede cambiarlo –se dió la vuelta y fue hacia la piscina.
Pedro sabiendo que había más que decir, la siguió y puso las manos sobre sus hombros.
–Un desastre siempre se puede arreglar. Y nos concierne solo a nosotros. Quiero que te relajes. Esos últimos días han sido horrendos para tí.
La recordó bajando del avión, valiente y dispuesta a enfrentarse a un infierno para estar con su mejor amiga. Y él, en vez de admirar su coraje, había cuestionado su lealtad.
–Deja de pensar y preocuparte y disfruta de tu lugar favorito en la tierra. Esta tarde te llevaré a un restaurante que he descubierto en la playa. Solo van lugareños, no hay turistas –Pedro se juró que iban a pasar tiempo juntos.
–No tengo nada que ponerme.
Esa respuesta tan femenina relajó la tensión de sus músculos. Si la ropa era su mayor objeción, habían progresado bastante.
–Tiene fácil arreglo. Hay ropa en el vestidor.
–¿Hay ropa de mujer en tu dormitorio? –los bellos ojos se estrecharon y enfriaron.
–Nuestro dormitorio –corrigió él, disfrutando de esa muestra de celos–. La compré para tí. Era parte de la sorpresa. El día después de saber que estabas embarazada, fuiste a Londres por negocios y yo ultimé los preparativos. Cuando aterrizaras en Sicilia iba a traerte directamente aquí.
–Pero volaste al Caribe y ni siquiera nos vimos.
–Sí –otra cosa de la que arrepentirse que podía añadir a las que ya anegaban su cerebro.
–Solo te ví una vez más, cuando hacía la maleta para irme de Sicilia –hizo una pausa–. Esperaba que me siguieras. No era lo que quería, pero lo esperaba. ¿Por qué no lo hiciste? Él se lo había preguntado un millón de veces.
–Me cegaba el creerte injusta por renunciar así a nuestro matrimonio. Cometí muchos errores. Dame la oportunidad de compensarte.
–¿Podemos dar un paseo por el pueblo? –sugirió ella tras un largo silencio–. Siempre me encantaron las tiendas y el ambiente.
–Es mediodía, tesoro. Te asarás de calor y los turistas te aplastarán –dijo él.
El alivio de que no le hubiera exigido llevarla al aeropuerto era inmenso.
–Seguro que hay algún sombrero en ese vestidor, y entre los dos apartaremos a los turistas. Por favor. Quiero hacer algo normal.
–Querer andar por Corso Umberto bajo el calor del sol no tiene nada de normal –alegó él. «Sobre todo cuando quiero llevarte a la cama, desnudarte y explorar cada centímetro de tu cuerpo». Pero esa parte de su relación siempre había sido fácil. Lo que se había jurado arreglar era el resto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario