Paula, desnuda y saciada de sexo, yacía abrazada a Pedro, contemplando cómo el sol se ponía tras el Etna, tiñendo el cielo de rosa.
–Es como si la isla estuviera ardiendo –dijo.
Pensó que era como su relación. Si su amor tuviera color, sería rojo. Rojo por el ardor y la pasión.
–No solo la isla –dijo él, tumbándola de espaldas.
Agachó la cabeza y la consumió con la exigencia hambrienta de su beso. Rojo por el deseo. Sintió el martilleo de su corazón y cómo su excitación aumentaba cuando la mano de él descendió por su muslo, con un gesto posesivo. Estar con Pedro disparaba su adrenalina, era una experiencia de tanta intensidad erótica que sus sentidos no dejaban de zumbar.
–¿De verdad no has tenido aventuras –se odiaba por preguntarlo, por sonar como una mujer dependiente e insegura, pero una parte de ella no podía dejar de torturarse con esa idea.
–¿Tienes idea de cómo fue mi vida cuando te marchaste? –preguntó él, inmóvil.
–Incómoda. Supongo que mucha gente te dijo que era una mujer sin corazón y que estabas mejor sin mí –el destello que vio en sus ojos le confirmó cuánto se había acercado a la verdad. Eso le dolió.
–Nunca me ha interesado la opinión de otras personas –la tranquilizó él.
–Te imaginaba pasándolo bien con montones de admiradoras.
–Esa imaginación tuya necesita mejorar –introdujo la mano en su pelo, estudiando su rostro–. Desde que te fuiste mi única relación ha sido el trabajo, y algún flirteo con el whisky. Trabajaba dieciocho horas al día con la esperanza de caer en la cama demasiado agotado para pensar en tí.
La ilusionó que la hubiera echado de menos.
–¿Funcionaba? –preguntó ella.
–No. Pero los beneficios de la empresa se han triplicado en dos años –sus ojos chispearon.
–Entonces no tuviste...
–No, ninguna. ¿Y tú?
–No.
–Por lo visto, ni la ira ni el dolor acaban con el amor. Estaba tan enfadado por tu abandono que no profundicé más. Tal vez, si lo hubiera hecho, habríamos llegado antes a este punto.
Comenzó a besarla y acariciarla de nuevo, hasta hacerle olvidar todo excepto la magia que creaban juntos.«Esto es lo que siempre se nos dio bien», pensó ella después, con la mejilla apoyada en su pecho y el cabello desparramado por la almohada. Lo que no se les había dado tan bien había sido todo lo demás. Y él no era el único culpable. Ella se había cerrado, había tenido miedo de dejarle entrar en su vida. Ni siquiera se había planteado darle una segunda oportunidad.
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