–Aquí estás, Pedro–el aroma de las flores se rindió al perfume más fuerte de una bella chica, con ojos de gacela y boca ancha y sensual.
Esbozó una sonrisa coqueta y, sin mirar a Paula, puso una mano en el brazo de él. Paula sintió una inquietante e intensa punzada de celos. Miró esa mano, odiando ser testigo de un acto tan posesivo. Las largas uñas rojas parecían manchas de sangre. No habría sentido más dolor si la chica se las hubiera clavado en el corazón. Los celos se transformaron en ira. Nunca lo dejaban en paz, fueran donde fuera, las mujeres se peleaban por acercarse, coquetear, atraer su atención. A él no le parecía raro, siempre había sido así desde que era adulto.Aún recordaba la expresión de su rostro cuando la invitó a salir con él y lo rechazó. Casi tan atónita como cuando se fue, dejando su matrimonio atrás.Incapaz de soportar las uñas rojas y la mirada coqueta, Paula se dió la vuelta para irse. Pero Pedro, más rápido, estiró el brazo y cerró los dedos sobre su muñeca, impidiendo su huida.
–Bianca, no sé si conoces a Paula.
–Oh –la sonrisa se enfrió, revelando el puesto que ocupaba Paula en sus intereses–. Hola.
–Mi esposa –dijo Pedro con voz firme.
Paula se quedó quieta, sintiendo el golpeteo de la sangre en sus sienes y la mano de hierro en su muñeca. No entendía que él hiciera énfasis en una relación que había acabado. Era poco y tarde.
–Oh –la chica estrechó los ojos y quitó la mano de su brazo–. Seguro que tienen mucho que hablar –ofreció a Paula una sonrisita que decía: «Puedo esperar a que desaparezcas de escena», y fue hacia Federico, que reía al otro lado de la terraza.
–¿Ves? Sí puedo ser sensible –su voz sonó dura.
Era una clara referencia al día que ella había perdido los estribos, molesta por el interminable desfile de mujeres que no consideraban que una esposa fuera impedimento para el coqueteo. Lo había acusado de insensible, y él a ella de exagerada. Paula pensó que hacerse eco de sus sentimientos sobre el tema cuando estaban a punto de divorciarse era bastante insensible. Demostraba que podría haberse esforzado antes si hubiera querido.
–Ya no me importa quién flirtea contigo –deseó que fuera verdad, pero su mente la torturaba preguntándose con qué mujeres estaba saliendo Pedro
Habían pasado dos años. Un hombre como él no duraba mucho solo cuando se corría la voz de que su esposa lo había abandonado.
–¿Esperas que crea eso?
El sol estaba a punto de ocultarse, pronto se encenderían las luces engarzadas en los árboles. Era un escenario demasiado bello y romántico para los últimos suspiros de agonía de un matrimonio.
–Me da igual que lo creas o no –se preguntó si él era consciente de que seguía agarrando su muñeca. Al otro lado de la terraza, la morena exageraba cada movimiento para atraer la atención del hombre que la interesaba–. No me importa si tienes un harén.
–¿Te sentirías mejor si lo tuviera? ¿Eso tranquilizaría tu conciencia?
–Yo no tengo problemas de conciencia.
Paula supo, por el destello defensivo de sus ojos, que había captado la implicación de que era él quien debía tenerlos. Nadie podía acusar de lentitud a Pedro Alfonso, era muy inteligente. Y eso hacía aún más doloroso que se negara a pedir disculpas. Él inspiró profundamente y ella se preguntó si por fin admitiría su parte de culpa en la ruptura.
–Juntos, en la capilla que ha pertenecido a mi familia durante generaciones, hice votos. «En lo bueno y en lo malo. En la salud y en la enfermedad» –su cólera no era menos peligrosa por el hecho de ser contenida–. Tú prometiste lo mismo. Llevabas un bonito vestido blanco y el velo de mi abuela. ¿Lo recuerdas? ¿Empiezan a sonar campanitas en esa caótica cabeza tuya?
–¿Estás acusándome de romper mis votos? «En la salud y en la enfermedad», Pedro –le devolvió, deseando tener fuerzas para abofetearlo–. No recuerdo haber oído: «Siempre que ni una ni otra interfieran con los negocios de tu marido».
Furiosa consigo misma por abrir una herida que había querido mantener cerrada, y más furiosa con él por ser ciego a sus carencias, se liberó de su brazo y casi corrió hacia la escalera que bajaba a la playa privada. Se sentía como Cenicienta a medianoche, pero ella no quería que el príncipe la alcanzara.
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