miércoles, 6 de septiembre de 2017

Dame Otra Oportunidad: Capítulo 14

Hasta que ella lo abandonó,  no había habido impedimentos a sus planes de futuro.

–Aquí estás, Pedro–el aroma de las flores se rindió al perfume más fuerte de una bella chica, con ojos de gacela y boca ancha y sensual.

Esbozó una sonrisa coqueta y, sin mirar a Paula, puso una mano en el brazo de él. Paula sintió una inquietante e intensa punzada de celos. Miró esa mano, odiando ser testigo de un  acto  tan  posesivo.  Las largas uñas rojas parecían manchas de sangre.  No habría  sentido más dolor si  la chica se  las  hubiera  clavado en el corazón. Los celos se transformaron  en  ira. Nunca lo dejaban en  paz, fueran donde fuera,  las mujeres  se  peleaban  por  acercarse,  coquetear,  atraer  su  atención. A él no le parecía raro, siempre había sido así desde que era adulto.Aún recordaba la expresión de su rostro cuando la invitó a salir con él y lo rechazó. Casi tan atónita como cuando se fue, dejando su matrimonio atrás.Incapaz de soportar las uñas rojas y la mirada coqueta, Paula se dió la vuelta  para  irse.  Pero  Pedro,  más  rápido,  estiró  el  brazo  y  cerró  los  dedos  sobre su muñeca, impidiendo su huida.

–Bianca, no sé si conoces a Paula.

–Oh –la sonrisa se  enfrió, revelando  el  puesto que ocupaba Paula en  sus intereses–. Hola.

–Mi esposa –dijo Pedro con voz firme.

Paula se quedó quieta, sintiendo el golpeteo de la sangre en sus sienes y la mano de hierro en su muñeca. No entendía que él hiciera énfasis en una relación que había acabado. Era poco y tarde.

–Oh –la chica estrechó los ojos y quitó la mano de su  brazo–.  Seguro que tienen mucho que hablar –ofreció a Paula una sonrisita que decía: «Puedo esperar a que desaparezcas de  escena»,  y fue hacia Federico, que reía al otro lado de la terraza.

–¿Ves?  Sí puedo ser sensible  –su voz sonó dura.

 Era una clara referencia al día que ella había perdido los estribos, molesta por el interminable desfile  de  mujeres  que  no  consideraban  que  una  esposa  fuera  impedimento  para el coqueteo. Lo había acusado de insensible, y él a ella de exagerada. Paula pensó que hacerse eco de sus sentimientos  sobre  el  tema  cuando  estaban  a  punto  de  divorciarse  era  bastante  insensible.  Demostraba  que podría haberse esforzado antes si hubiera querido.

–Ya no me importa quién flirtea  contigo  –deseó que fuera  verdad,  pero su  mente  la   torturaba  preguntándose  con  qué  mujeres  estaba  saliendo  Pedro

 Habían pasado dos años. Un hombre como él no duraba mucho solo cuando se corría la voz de que su esposa lo había abandonado.

–¿Esperas que crea eso?

El sol estaba a punto de ocultarse,  pronto  se  encenderían  las  luces  engarzadas en los árboles. Era un escenario demasiado bello y romántico para los últimos suspiros de agonía de un matrimonio.

–Me da igual que lo creas o no –se preguntó si él era consciente de que seguía agarrando su muñeca. Al otro lado de la terraza, la morena exageraba cada movimiento para atraer la atención del hombre que la interesaba–. No me importa si tienes un harén.

–¿Te sentirías mejor si lo tuviera? ¿Eso tranquilizaría tu conciencia?

–Yo no tengo problemas de conciencia.

Paula supo, por el destello defensivo de sus ojos, que había captado la implicación de que era él quien debía tenerlos. Nadie podía acusar de lentitud a Pedro Alfonso, era muy  inteligente.  Y eso hacía aún más doloroso que se  negara a pedir disculpas. Él  inspiró  profundamente y  ella  se  preguntó  si  por  fin  admitiría  su  parte  de culpa en la ruptura.

–Juntos,  en  la  capilla  que  ha  pertenecido a  mi  familia  durante  generaciones, hice votos.  «En  lo  bueno  y  en  lo  malo.  En  la  salud  y  en  la  enfermedad» –su   cólera   no   era  menos  peligrosa  por  el  hecho  de  ser  contenida–. Tú prometiste lo mismo. Llevabas un bonito vestido blanco y el velo de  mi  abuela.  ¿Lo  recuerdas?  ¿Empiezan a sonar  campanitas  en  esa  caótica  cabeza tuya?

–¿Estás acusándome de romper mis  votos?  «En la salud  y en la  enfermedad», Pedro –le devolvió, deseando tener fuerzas para abofetearlo–. No  recuerdo  haber  oído:  «Siempre  que  ni  una  ni otra  interfieran  con  los  negocios de tu marido».

Furiosa consigo misma por abrir una herida que había querido mantener cerrada, y más  furiosa  con  él  por  ser  ciego  a  sus  carencias, se  liberó  de  su  brazo y  casi  corrió  hacia  la  escalera  que  bajaba  a  la  playa  privada.  Se sentía como Cenicienta  a  medianoche,  pero ella  no  quería  que  el  príncipe  la alcanzara.

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