Al principio de casarse ella había odiado el nivel de seguridad que él insistía en tener, pero había estado dispuesta a aceptar a los perros. Con su humor habitual, Pedro les había llamado Rambo y Terminator, y la habían acompañado a todas partes. Dejar a los perros era otra de las cosas que le había roto el corazón al marcharse de la isla.
–¿Por qué no me habías preguntado por ellos? –preguntó Pedro observándolos divertido.
–No me atrevía. Los echaba tanto de menos... –abrazó a Rambo, que gemía de placer al verla, y apretó el rostro contra su piel negra–. No habría podido soportar oír que los habías vendido o algo así.
–Nunca los habría vendido –dijo él, observándola con una expresión extraña.
–No, supongo que no –acarició a Terminator, que ladraba con alegría–. Son demasiado valiosos.
–Esa no es la razón –con mirada enigmática, señaló la puerta–. ¿Te interesa ver tu casa?
–¿Casa? ¿Ahora vives aquí? –Paula se puso en pie lentamente.
El asunto era muy significativo. Taormina era su sitio. Era donde habían compartido el primer beso. Donde él le había dicho por primera vez que la amaba. Las mejores partes de su relación habían tenido lugar en ese exquisito rincón de la isla. Habían paseado de la mano por las floridas calles, cenado tranquilamente en alguna de las muchas e íntimas plazas. Pero no habían estado en ningún sitio tan perfecto, privado y exclusivo como ese castillo. Tan romántico.
–¿Cuándo lo compraste?
–Lo compré cuando estábamos casados, pero necesitaba mucho trabajo. Iba a ser una sorpresa.
–¿Cuando estábamos casados? –a Paula le dio un vuelco el corazón.
–Era un regalo para tí. Desde que ví cuánto te gustaba esto, busqué una propiedad. Tardé dieciocho meses en persuadir a los dueños para que vendieran. Otros seis meses en hacer las reformas necesarias –inspiró con fuerza–. Y entonces te fuiste –la emoción de su voz hizo que a ella se le cerrara la garganta.
Cuando él le ofreció la mano, ella titubeó. Aceptarla voluntariamente le parecía un gran paso y no estaba segura de querer darlo. Tras un instante de indecisión puso la mano en la de él, y le oyó soltar el aire lentamente.Él apretó su mano y la condujo a una terraza con vistas al mar.
–¿Qué te parece? ¿Tiene tu aprobación?
Paula miró el castello y se sintió abrumada por su belleza. La enorme riqueza de Pedro siempre había sido parte de él, pero a ella nunca le había interesado. Siempre había creído que su riqueza no podía comprar nada que la emocionara.
Hasta ese momento.
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