–Pensé que tenía prohibida la entrada en la casa –Paula temblaba tanto que no estaba segura de que las piernas fueran a soportar su peso.
–Ya no. Tengo una sorpresa para tí. Un regalo –agarró su mano y frunció el ceño–. Tienes la mano fría. ¿Estás bien?
–Estoy perfectamente.
Quería decirle que no necesitaba regalos de él, pero solo podía pensar en que iba a hacer que la viera un médico y eso era lo último que quería.
–Estoy deseando que lo veas.
–¿Al médico?
–Hablo de mi regalo –la miró con indulgencia.
–Ah. Seguro que me encantará –consiguió decir ella.
Sabía que tenía que decirle la verdad. Volvieron a la casa y Pedro la llevó al despacho, una de sus habitaciones favoritas. Se detuvo con la mano en el pomo y ella se preguntó qué regalo podía merecer tanto drama.
–Dijiste que no pensaba en lo que tú querías. Que mis regalos no eran personales –tenía la voz ronca y la miraba expectante–. Este regalo es muy personal y espero que te demuestre cuánto te amo.
Ella quería decirle que no importaba cuánto la amara, que su relación no tenía futuro si seguía esperando que tuvieran hijos, pero no tuvo oportunidad, porque él abrió la puerta y dió un paso atrás. Paula tragó saliva, atónita. Lo que había sido un despacho de alta tecnología, había sido transformado en biblioteca. Había altas estanterías de madera clara, talladas a mano, en todas las paredes. El escritorio de Pedro había sido sustituido por dos enormes sofás que invitaban a sentarse a leer. Pero lo que más le llamó la atención era que las estanterías ya estaban llenas de libros. Paula fue hacia ellas con piernas temblorosas y un nudo en la garganta. Vió muchos de sus libros favoritos, y otros muchos que no había leído.Tendría que haber sido el regalo perfecto. Habría sido el regalo perfecto si no hubiera sabido que su amor no tenía futuro. Recordó la vez que, siendo una niña, alguien le había dado un globo grande y reluciente, que había estallado unos instantes después. Ladeó la cabeza y miró los libros. Su globo reluciente. Sacó uno y lo examinó.
–Es una primera edición.
–Sí. Y antes de que digas nada, tuve ayuda buscándolos, porque no soy ningún experto en libros antiguos. Pero la idea fue mía. Y les dí una lista. Me puse en contacto con esa maestra de la que hablaste, la estimable señorita Hayes, y ella me puso al corriente de lo que debería haber en una biblioteca británica bien provista.
–¿La señorita Hayes? ¿Cómo la encontraste? –el nudo que tenía en la garganta era enorme.
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