–Soy un hombre con influencias, ¿Recuerdas? –pero su voz tenía un deje de incertidumbre que ella no había oído nunca–. ¿Te gusta?
–Oh, sí –que hubiera hecho eso por ella, hacía que todo lo demás pareciera mucho peor.
–Tengo otra cosa para tí –recogió un paquete envuelto de la mesa y se lo dió–. Quiero que leas este libro primero.
Paula se preguntó por qué había envuelto ese en concreto. Tras quitar el papel descubrió un libro de cuentos de hadas bellamente encuadernado.
–Oh... –se le cascó la voz y agarró el libro con fuerza, incapaz de hablar por culpa de la emoción.
–Dijiste que nunca tuviste uno de niña. Pensé que había que remediarlo –le quitó el libro de las manos e inclinó la cabeza hacia ella–. En los cuentos de hadas también pasan cosas malas, pero eso no significa que no pueda haber un final feliz. La princesa siempre consigue al hombre guapo y rico, aunque haya manzanas envenenadas y ruecas malignas por el camino.
–No sé qué decir –Paula tragó saliva.
–Pensé que te gustaría. Que te haría feliz –la miró consternado.
Era el momento de decirle que no quería ver al médico que había buscado. Tenía que explicarse.
–Soy feliz. Me encanta. Y me emociona muchísimo que te hayas acordado... –las lágrimas empezaron a derramarse por sus mejillas.
Él soltó una imprecación y la abrazó con fuerza.
–Comprendí que tenías razón al decir que no te había hecho regalos personales. Asumía que un diamante sería bien recibido, sin pensar que para tí no sería especial.
–Ahora me siento como una desagradecida –murmuró ella, apretando el rostro húmedo contra su pecho–. No es que no me gusten los diamantes. Es que sé que has regalado muchos y no implican amor. Pero esto... –alzó la cabeza y miró las filas de libros– es tan especial.
–Quería que fuera una sorpresa. Te perdiste la infancia y quiero darte un curso intensivo.
–Te quiero –Paula, sintiéndose fatal, lo rodeó con los brazos.
–¿Puedes repetirlo? –la besó con alivio.
–Te quiero.
Posiblemente fuera el momento más sincero de su matrimonio. La emoción era un afrodisíaco tan potente como la atracción física que los consumía a ambos. Segundos después estaban desnudos sobre la alfombra, con los libros como únicos testigos de su insaciable deseo. Bastaba un beso devastador para que ella se convirtiera en un ser apasionado y complaciente. Y el beso no se limitaba a sus bocas, sino que se extendía por sus cuerpos, entrelazados y pulsantes. Ella clavó las uñas en sus hombros, sintiendo los músculos largos y duros. Él deslizó la mano entre sus muslos y sus dedos la exploraron con destreza, convirtiendo su ardor en pura llamarada.
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