–No lo he pensado –apretó los dientes.
–¿No? –Federico miró a una bonita rubia–. Muchos hombres no te culparían si lo hicieras. No se puede negar que Paula está de escándalo.
–Si no quieres entregar a nuestra hermana luciendo un ojo morado –gruñó Pedro–, no digas que mi esposa está de escándalo.
–No es tu esposa. Está a punto de ser tu ex esposa. Cuanto antes, mejor.
–Creí que Paula te gustaba.
–Eso era antes de que te dejara –Federico seguía mirando a la rubia–. ¿Mi consejo? Ella no merece la pena. Deja que se la quede otro hombre.
De repente, Pedro vió rojo. Estrelló el puño en la mandíbula de su hermano y lo aplastó contra la pared. Federico tardó un instante en recuperarse de la sorpresa, después lanzó el peso contra su hermano y cambió de posición. Pedro se encontró contra la pared. La piedra se le clavaba en la espalda y unas manos de hierro lo atrapaban.
–¡Basta! Paren, los dos –clamó Hernán, un amigo de Pedro de toda la vida, que además era el abogado que se encargaba de los trámites de divorcio. Los separó y se interpuso entre ellos–. Calma. No los había visto pelearse desde los dieciséis años. ¿Qué pasa aquí?
–Le he sugerido que deje que otro hombre se quede con Paula –dijo Federico, mirando fijamente a su hermano y tocándose la mandíbula.
Pedro dió un paso hacia delante, pero Hernán plantó una mano en el centro de su pecho. Federico , sorprendentemente tranquilo, se ajustó la corbata.
–Sírvete champán, Hernán. Estamos bien.
–¿Seguro? –el abogado miró hacia la terraza. Por suerte, nadie parecía haber notado lo ocurrido–. Hace un momento estabas fuera de control.
–No estaba fuera de control... –Federico se lamió el labio partido– quería la respuesta a una pregunta y ahora la tengo – miró a Pedro mientras Hernán se alejaba–. Si eso es amor, me alegro de haberlo evitado tanto tiempo porque, desde donde yo lo veo, parece un infierno.
–No es amor –refutó Pedro.
–¿No? –Federico enarcó una ceja y se limpió la sangre de la boca con el dorso de la mano–. Entonces, deberías preguntarte por qué me has atizado por primera vez en casi dos décadas.
–Has sugerido... –fue incapaz de repetirlo.
–Era para comprobar cuánto has progresado en estos últimos dos años. La respuesta es que no mucho –agarró dos copas de champán de una bandeja y le dió una a su hermano–. Bebe. Te va a hacer falta. Ya pensaba que tenías un problema, pero es mucho mayor de lo que imaginaba.
–Pedro acaba de darle un puñetazo a Federico. Un horror, la verdad, porque ahora saldrá con la barbilla morada en mis fotos de boda –alzando el vestido para no arrugarlo, Luciana se arrodilló en el asiento empotrado bajo la ventana para ver mejor el patio–. Y ahora Fede lo tiene apretado contra la pared. No les he visto pelear desde que eran adolescentes. Apuesto por Pepe, pero podría ser muy reñido.
–¿Está herido? –imaginándose a Pedo inmóvil e inconsciente, Paula corrió a la ventana–. Oh, Dios, alguien debería apartar a Federico de...
–Pedro está bien. Sigue siendo el más fuerte –Luciana la miró–. Pensé que no sentías nada por él.
–Que no lo ame no significa que quiera verlo herido –Paula se lamió los labios–. ¿Por qué crees que están peleando?
–Por tí, por supuesto. ¿Por qué si no? –Luciana miró la cintura de Paula con envidia–. Tienes buen aspecto para estar en plena crisis de relación. Haría cualquier cosa por tener tus abdominales.
–Cualquier cosa menos ejercicio –dijo Paula.
–Me conoces muy bien –Luciana sonrió y levantó la copa de vino–. ¿Es que esto no cuenta?
–No quiero que peleen por mi culpa –Paula volvió a mirar por la ventana. La idea de Pedro herido hacía que se sintiera físicamente enferma. Se sentó en asiento de la ventana, junto a Dani–. Baja y detenlos.
–De eso nada. Podría mancharme el vestido de sangre. ¿Te gusta? Es de ese diseñador italiano del que tanto hablan –Luciana estiró la tela–. Es tradicional llevar verde la noche antes de la boda. Pero ya lo sabes, tú llevaste un fantástico vestido verde la noche antes de casarte con Pedro.
Paula sentía el pecho tenso. La sensación había ido empeorando desde el horrible viaje en coche del aeropuerto a la villa. Reconociendo las señales de un inminente ataque de asma, abrió su bolso para comprobar que llevaba el inhalador. Para ella el detonante siempre había sido el estrés, y su nivel de estrés no dejaba de crecer desde su llegada a Sicilia.
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