Taormina quedó atrás y él siguió conduciendo. Paula intentaba contener la decepción de saber que ese no era su destino, cuando él detuvo el coche ante unas enormes verjas de hierro. Estaban rodeados de cipreses, olivos y pinos. El aroma inconfundible de naranjos y limoneros perfumaba el aire. Ella cerró los ojos e inspiró profundamente.
–¿Tienes esa llave?
Paula abrió los ojos, miró las verjas y después la llave que había sobre su regazo.
–¿Esta llave abre esas puertas?
–Pruébala y verás.
Ella bajó del coche. Los vaqueros que se había puesto para volver a Londres eran demasiado calurosos para ese clima; deseó ponerse algo más fresco. Sin el movimiento del coche, el aire quemaba la piel y el suelo estaba seco y agrietado.A pesar del óxido, la llave entró perfectamente en la cerradura. Sin embargo, antes de que la girara, las verjas empezaron a abrirse.
–Admito que he añadido algunas comodidades modernas –confesó Pedro, con una sonrisa–. La llave es más simbólica que esencial. Sube al coche, hace demasiado calor para andar.
–¿Andar adónde? –preguntó Paula.
Pero volvió a subir al coche. Vió que sobre las verjas había cámaras de seguridad.Tomaron un camino irregular y polvoriento, bordeado por olivos y almendros centenarios. Las mimosas y jazmines perfumaban el aire y el sol brillaba con fuerza. Paula miró a Pedro intrigada, pero él estaba concentrado en el camino, sorteando los baches.
–Como ves, hay trabajo por hacer –Pedro siguió hasta estacionar en un patio sombreado.
–¿Es un castillo? –Paula miró boquiabierta el magnifico edificio de color miel.
–Bienvenida al Castello di Vicario. La parte este se construyó como monasterio en el siglo XII, pero un ambicioso príncipe siciliano echó a los monjes y lo amplió para alojar a sus amantes –Pedro se recostó y miró el edificio con satisfacción. Una profusión de coloridas flores mediterráneas trepaba por las paredes de piedra y caía en cascada de los balcones–. Por sus vistas y su aislamiento, ha sido utilizado por artistas y escritores de toda Europa.
–¿De quién es ahora?
–Nuestro –tras esa sencilla respuesta, Pedro bajó del coche y saludó a los dos doberman que aparecieron corriendo de repente.
Paula gimió al ver a los perros, y comprendió el comentario que había hecho sobre la seguridad. Saltó del coche, se arrodilló en el suelo y abrazó a los perros, riendo y llorando mientras la lamían y saludaban con el mismo entusiasmo que ella demostraba. Segundos después estaba cubierta de polvo y huellas de patas, pero no le importaba.
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