miércoles, 11 de agosto de 2021

Duro De Amar: Capítulo 65

Aquella noche también estuvieron el uno en los brazos del otro, pero las cosas habían cambiado. Las cosas eran diferentes. Las cosas habían terminado. Era como si oír el sueño de Nicolás hubiera matado el suyo. Se había permitido soñar a pesar de que Pedro estaba amándola en contra de su voluntad. Él se movió un poco y ella supo que estaba despierto.


–¿Paula?


–Dejarás que me marche –le susurró.


–No sé qué otra cosa hacer.


–Podrías dejar que me quedara y me pegaría como una lapa a este lugar. Cuidaría de los caballos para siempre y arreglaría el porche –respiró hondo–. Te amaría, porque ya lo hago, pero tú tendrías que amarme también.


–Te amo –le dijo él con voz suave.


–No, no me amas del todo.


Y él sabía lo que quería decir. El silencio se prolongó. ¿Era la hora de tomar una decisión? ¿Era la hora de la verdad? No se trataba solo de Nicolás, se trataba de... Todo.


–Querrías hijos –dijo él finalmente sin soltarla, aunque muy tenso. 


Parecía a punto de romperse. Ella podía sentir su corazón contra su pecho, pero no era un ritmo acompasado con el suyo. Era como si el corazón le estuviera aporreando el pecho. «Debería mentir», se dijo. «Debería decir que se trata solo de nosotros. Si puedo hacer que me ame, que se preocupe por mí, que le importe, que se comprometa conmigo, entonces lo demás podría seguir rodado». Pero ahí estaba la gran cuestión: Tener hijos... No tener hijos... Su padre no había querido a Delfina ni a Gonzalo y ¡Cuánto daño les había hecho eso!


–Tal vez, pero no ahora mismo. Y, sin duda, querría un perro. ¿Por qué no tienes un perro, Pedro Alfonso?


–Los perros te necesitan.


–Como los caballos.


–No es igual.


–Sí, te miran con esos enormes ojos llenos de sentimiento, algo parecido a como yo te estoy mirando a tí.


–Pues no me mires así.


–Llevo un mes haciéndolo –le susurró–. Por si no te habías dado cuenta, estoy coladita por tí.


–Me pedirías...


–Que te preocuparas por mí y que te preocuparas por Nicolás – tenía que decir la verdad–. Y también por cualquier perro abandonado que trajera a casa y por los hijos que pudiéramos tener. Pero, sobre todo, Pedro, amarte significa que quiero que me ames. Te daré todo mi amor, pero es incondicional y si tú no puedes darme lo mismo...


–No puedo.


–Tu hermana murió –se sentía fría, expuesta, frágil y un poco furiosa. O tal vez más que un poco. ¿Qué estaba haciendo, llevándola a su cama cada noche, amándola con su cuerpo, abrazándola con tanta ternura cuando no significaba nada?–. ¿La muerte de Candela significa que lo nuestro también está muerto?


–Lo nuestro nunca ha llegado a vivir –dijo y en ese momento algo murió dentro de ella.


Se apartó, salió de su cama y se envolvió con la colcha en un gesto de defensa.


–¿En qué estaba pensando? –susurró y cuando él se incorporó y se estiró hacia ella, se apartó–. ¡No!


–Paula.


–No te seduje, caímos el uno en brazos del otro porque ambos nos necesitábamos, o yo creía que nos necesitábamos. Pero si no puedes...


–A lo mejor puedo –dijo sonando desesperado–. Si solo eres tú.


–No soy solo yo –estaba rabiosa por su historia, por la carta de Delfina, por su familia–. Eso es lo que hizo mi padre. Se casó con mi madre, pero solo con ella. Nunca he tenido duda de que la ha adorado, pero ella llegó con ataduras, llevaba dentro a los mellizos de otro hombre. Yo no llevo mellizos, pero sí llevo equipaje. Quiero a un niño llamado Nicolás y si viviera aquí me gustaría involucrarme, meterme hasta el cuello. Querría un perro o tal vez tres. Traería a casa a animales heridos y cuando se murieran, lloraría rota de dolor. Y sí, querría hijos. Querría todas esas cosas, Pedro, y querría que las compartieras conmigo, pero no solo porque me quisieras a mí, porque eso es lo que hizo mi padre y no funcionó, sino porque tu corazón fuera lo suficientemente grande como para abarcarlo todo.


–Paula...


–¡No me vengas con «Paula»! –dijo yendo hacia la puerta y gritando–. Esto es lo que debería haber hecho hace un mes. No lo tenía claro, pero hoy... Hoy quería ocuparme de Nicolás, preocuparme por él, y quería que eso lo hiciéramos los dos. Podríamos hacerlo. Pedro y Paula, juntos, ocupándonos de él, pero eso no va a pasar.


–No sé cómo.


–Y yo no sé cómo enseñarte –dijo desolada–. Mi madre no ha podido enseñar a mi padre en todos estos años de matrimonio, así que ¿Qué esperanza tengo? Creo... Creo que vamos a dejarlo ya, Pedro. Habitaciones separadas. Vidas separadas. Y si no podemos trabajar juntos bajo estas condiciones, entonces me marcharé.


–No puedes marcharte.


–Debería –susurró–, aunque no quiero. Así que... Me quedaré un poco más. Pero en mi habitación. En mi trabajo. Hasta me mudaría con Juan a la casita, pero...


–No seas ridícula, no hay necesidad.


–No, no la hay, pero sí hay necesidad de ser sensatos. Eso es lo que tenemos que ser empezando desde ya.


Se giró e intentó hacer una retirada digna, pero no pudo ser porque se tropezó con una esquina de la colcha y Pedro saltó de la cama para agarrarla antes de que cayera al suelo. La sujetó, se aferró a ella y Paula le dejó para poder así saborear por un instante más la fuerza, la calidez y el puro deseo que sentía por ese hombre al que había llegado a conocer y a amar. Y después, como pudo, se apartó. Se giró y recorrió el pasillo con toda la dignidad que logró reunir. Esperaba que la llamara. Esperaba que la siguiera. Pero no lo hizo.


1 comentario:

  1. Que herida tan grande tiene Pedro en su alma... Ojalá logré superar pronto sus traumas.

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