lunes, 2 de agosto de 2021

Duro De Amar: Capítulo 42

Pasó un cuarto de hora y no había vuelto. El guiso estaba menos caldoso, casi comestible. Al cabo de media hora, el estaba perfecto, pero ella no había aparecido. Se quitó el delantal, apartó la cacerola del fuego y fue a buscarla. No había ido muy lejos. Estaba sentada en el porche con la carta en la mano y mirando hacia las montañas. Parecía impactada, hundida. Se sentó a su lado.


–Si son malas noticias, la gente llama por teléfono –le dijo suavemente–. Pero esto... ¿Qué puede ser tan malo como para solo poder contarlo por correo ordinario?


–Mi familia –susurró y él esperó.


¿De qué podía tratarse?


–¿Es tu madre?


Ella no dijo nada.


–¿Quieres que saque aquí la cena? –le preguntó con delicadeza. No la presionaría. Él sería la última persona que invadiera la privacidad de alguien, pero quería hacerlo. Esa mirada... No podía soportarlo–. ¿O te gustaría hablar de ello?


Se produjo un largo, largo silencio. La noche estaba cayendo y el tono carmesí del crepúsculo se disipaba detrás de las lejanas montañas. El olor a las rosas de su abuela, liberadas por fin de la maleza, perfumaba el cálido aire de la noche. Una bandada de cacatúas se había posado en los enormes eucaliptos que había detrás de la casa dotándole a la noche de una extraña sinfonía. Si se trataba de una mala noticia, había lugares peores donde recibirla. ¿Se lo contaría? ¿Importaba? De pronto, sí que importaba. Tal vez era una carta de su novio diciéndole que rompía con ella. ¿Tenía novio? Había dado por hecho que no porque el beso... Le había devuelto el beso con una pasión que no correspondía a una mujer que tuviera el corazón ocupado.


–Es una antigua historia –dijo Paula de pronto–. No es nada, pero lo es todo.


Se detuvo y él se recordó que no debía presionarla, que necesitaba tiempo. Entró en la cocina y sirvió dos platos de guiso para sacarlos al porche. Tal vez debía comer dentro y dejarla tranquila, pero no quería dejarla sola, algo en su expresión parecía decirle que se sentiría mejor si estaba con ella. Si Paula tenía que recibir una mala noticia, entonces él se alegraba de que hubiera sido allí, en su casa. Esa noche. Con esa tranquilidad. Con el sonido de las cacatúas. Esa granja se había convertido en su consuelo particular, tenía su propio modo de sanación. Paula dejó la carta a un lado y comió. Si tenía hambre, la noticia no debía de haber sido tan espantosa, pensó. Cuando se terminó el plato, le sonrió.


–Ocho.


–¿Ocho? –preguntó él fingiendo estar ofendido–. Me ha supuesto un esfuerzo merecedor de un diez.


–El pollo está un poco pasado. Se ha quedado casi triturado. María cocina cacciatore y no creo que tenga que cocer durante horas.


–Ha sido algo deliberado. Parecías distraída y decaída, así que estaba siendo considerado. No quería que te atragantaras al masticar el pollo.


Ella sonrió, aunque fue una sonrisa ausente. «Pregunta». «¿Por qué?». No parecía tener elección, esa expresión... Le gustara o no, estaba involucrado.


–¿Te ayudaría en algo contarme por qué estás así? –le preguntó con delicadeza y asombrándose de sí mismo.


Él no se relacionaba de ese modo con sus empleados, no se preocupaba por nada fuera del trabajo, pero en ese momento comprendía que lo que le pasara a Paula le importaba mucho. Sin embargo, no le respondió, de modo que él llevó los platos a la cocina, los fregó y pensó en dejarla sola. Pero no podía hacerlo. Salió de nuevo, se sentó y vió la luna alzarse sobre el valle. Estaba sentado al otro extremo de los escalones del porche, dándole espacio, y aun así, estando a su lado. Un hombre y una mujer... ¿Esperando?

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