miércoles, 4 de agosto de 2021

Duro De Amar: Capítulo 50

 –Invítalo a visitarnos.


–Ahora está demasiado ocupado levantando su propia empresa. Ojalá supiera cómo están los mellizos.


–Llámalos.


–¿Y ser una mosca entrometida y pesada?


–A lo mejor les gustan las moscas así. Tienen sus utilidades.


Ella sonrió y, para su asombro, al instante se vio dándole la mano. Sintió cómo él se quedó paralizado al principio y cómo luego fue relajándose. ¿Alguna vez habría dado un paseo a la luz de la luna de la mano de una mujer? Era su jefe, no tenía derecho a preguntarle esas cosas. No, no lo tenía, pero su soledad era algo que la había impactado como ninguna otra cosa. Siguieron caminando en un intenso silencio hasta que Pedro dijo:


–Esto... No se me da bien.


–¿Pasear de la mano con una mujer? ¿No ibas al cine con chicas cuando tenías trece años?


–Por aquí no hay muchos cines.


–Pues entonces tienes que ponerte al día en ese sentido –dijo y, riéndose, comenzó a balancear hacia delante y atrás sus manos entrelazadas. 


De pronto, se quedó quieta. Y Pedro también. El sonido llegaba de arriba, detrás de ellos. Un caballo se aproximaba al riachuelo procedente del cercado superior. Despacio al principio, y después más deprisa... Un caballo sonaba distinto cuando alguien lo estaba montando y cuando corría libre; se notaba en el peso, en la lucha entre control y libertad. Ese, sin duda, llevaba un jinete. E iba muy deprisa. El grito de Nicolás resonó en su cabeza tan claro como si lo estuviera oyendo en ese mismo momento «¡Tendré un caballo...!».


–Es uno de los potros –dijo Pedro con una voz estrangulada–. ¿Nicolás? ¡Dios mío, si intenta saltar el riachuelo...!


Y echó a correr. 


No vieron lo que pasó; fue como si hubieran tardado media hora,  cuando en realidad solo pasaron unos tres o cuatro minutos. Cuando Paula llegó a la orilla, vió al caballo inquieto, sin jinete, sin montura, y con las riendas colgando. Pedro, que había llegado antes que ella, estaba en el agua, luchando contra la corriente, con el agua por la cintura, y mirando a todas partes desesperadamente. Era fácil saber lo que había pasado. Nicolás había decidido llevarse el caballo a casa y al llegar al riachuelo el animal había frenado en seco y había dado un giro brusco de ciento ochenta grados. Debía de estar en el agua. Había llovido durante los últimos días y el río estaba lleno de hojas y leños. Pedro buscaba desesperado, apartando leños, moviéndose con una desesperación que más bien parecía locura. Ella estaba allí con él, buscando, sin pensar en nada más que en el pequeño, un chico despeinado que tenía que estar allí. ¡Que debía estar allí! El punto donde Nicolás había intentado saltar estaba cerca de una curva donde siempre había leños acumulados, como abriéndose paso hacia donde el riachuelo se ensanchaba después de ese giro. El agua chocaba contra una presa de troncos y la linterna de Pedro rastreaba la superficie, buscando, buscando... Un destello de... Algo.  La linterna cayó cuando Pedro se sumergió y la luz alumbró unos rizos rojizos bajo el agua... Paula se sumergió también y al instante él estaba saliendo a la superficie, sacando al niño de debajo de un montón de leños, hojas y agua. El cuerpo estaba totalmente lánguido. ¡No!

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