viernes, 29 de enero de 2021

Perdóname: Capítulo 64

 —Gracias, Leticia.


Tras inclinarse para besar a Baltazar, Paula salió del remolque detrás de Pedro. El establo estaba a poca distancia. Hacía frío, pero los colores que el sol arrancaba al cielo con su puesta eran muy bellos. Pedro abrió la puerta del establo. Cuando Paula lo alcanzó, él había salido y le tendía la chaqueta de Leticia. Ella evitó su mirada y se la puso. Las manos de Pedro sobre sus antebrazos parecían reacias a dejarla marchar. Paula se apartó con el pulso acelerado y caminó hacia el establo apenas sin aliento.


—¡Pero si solo hay un caballo! —gritó alarmada.


—Exacto —contestó él—. El semental de Dominic está en el veterinario. Esta es la yegua de Leticia, Coral —Pedro alcanzó las riendas, colgadas de la pared, y se las colocó al caballo entre los dientes—. Vamos, ven. Ponte de pie, aquí, yo te ayudaré. Apoya el pie aquí, en mis manos.


Aquello la obligaría a estar muy cerca de él, que era justamente lo que, hasta ese momento, había evitado.


—¿Por qué no... Por qué no montas tú y yo te miro?


—No te asustes, Coral está acostumbrada a que la monte. ¡Arriba!


Antes de que pudiera detenerlo, las manos de Pedro se posaron sobre su cintura elevándola por encima del caballo. Luego saltó como el rayo tras ella y agarró las riendas.


—¿Cómo aprendiste a hacer eso? —preguntó ella maravillándose de su habilidad, a pesar del miedo que le producía estar tan cerca.


—Leticia solía montar en el rodeo. Es una profesora excelente. Tú simplemente inclínate sobre mí y no te caerás. Vamos, ¿Quieres?


Pedro chasqueó la lengua. Coral comenzó a caminar y salió del establo. Cuando estuvieron en campo abierto, la yegua echó a galopar. Sin nada a qué agarrarse, Paula no tuvo más remedio que dejar que él la abrazase. Volaron por la tierra cada vez más deprisa. Ella experimentó una repentina ola de felicidad como jamás la había vivido. Pedro no tiró de las riendas hasta que no llegaron a la cima de la colina desde la que se divisaba el río. Coral hizo cabriolas, y mientras Paula sintió los dedos de Pedro retirarle el pelo de los hombros.


—Ahora que esta seda no me oculta la visión —susurró él contra su oído—, puedo enseñarte la ruta que tomará el tren.


Aquel contacto la derritió. Quizá Pedro no fuera consciente, pero había deslizado la mano izquierda por su cadera hasta llegar al centro del estómago, y había rozado su mejilla con la mano derecha al señalarle una línea imaginaria que corría paralela al río. Era imposible concentrarse sintiendo los furiosos latidos del corazón de él contra su espalda. Su respiración se había hecho lenta y pesada, igual que la de ella. La mano de Pedro comenzó a acariciarle el estómago, a presionarla contra él.


—Dios mío, Paula —dijo él con voz ronca, llena de emoción—, Hueles maravillosamente.


Su boca hizo pequeñas incursiones en su nuca, besando y lamiendo su piel cálida, volviéndola loca de deseo.


—¡No… no debemos hacerlo! —jadeó Paula frenética, sintiendo que Pedro la agarraba de la barbilla para obligarla a volverse hacia él—. No sería justo para Fernando.


—Yo llegué antes que él, la existencia de Balta lo demuestra. Sé que aún me deseas, seamos sinceros en eso, al menos —musitó Pedro salvaje, antes de inclinarse para besarla en la boca.


Durante unos segundos Paula sintió que perdía el sentido mientras Pedro comenzaba a besarla hasta beberse su aliento. Llegó a olvidar que estaba sobre un caballo, en mitad de ninguna parte. Lo único real era el hombre al que amaba con cada célula de su cuerpo. Sin embargo, cuando se escuchó a sí misma gemir de éxtasis, aquello la devolvió a la realidad y a la conciencia de lo que estaba haciendo. Reunió todo su coraje y se apartó, interrumpiendo aquel beso y el hechizo que él tenía sobre ella. No habría sido capaz de decidir quién de los dos estaba más tembloroso.


—No recuerdo que esto formara parte de nuestro trato —dijo desdeñosa—. Bien, ahora que has conseguido quitártelo de la cabeza, volvamos al remolque. 

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