lunes, 4 de enero de 2021

Perdóname: Capítulo 10

 —Mi nombre es Pedro, y si vas a negarte a que te ayude deja al menos que llame a tus padres para que vengan a buscarte.


—Mi padre es el único que tiene coche, y ahora mismo está dando clase. Es profesor en un colegio, y jamás soñaría con interrumpirlo.


—Entonces solo queda la opción de que te acompañe en el autobús — alegó él poniendo los brazos en jarras y observándola tragar.


—¿Y por qué iba a acompañarme?


—Porque con ese constipado puedes hasta desmayarte. Si empiezas a marearte, quiero estar presente. Admite que estás a punto del colapso.


—Sí, lo-lo admito —confesó ella tartamudeando, con lágrimas en los ojos.


Después de aquel tira y afloja, Pedro abrió la puerta del despacho y apagó la luz. 


—Vamos, tengo el coche estacionado en la parte de atrás, te llevaré a casa. Ahora mismo.


Pedro sabía que, durante aquellos últimos segundos de vacilación, Paula luchaba contra algo más que el mero deseo de no ser una carga. Todo su mundo cambió en el instante en que ella pasó por su lado rozándolo, rindiéndose. Aquel contacto accidental de las caderas de ambos fue como una lengua de fuego que sellara su destino. 


Al ver de lejos la ciudad de Warwick, los tortuosos pensamientos de él desaparecieron dando paso al presente. Había mandado al infierno a Paula Chaves hacía mucho tiempo. Aquella bella y traicionera cobarde había terminado con su romance sin darle siquiera una explicación que pudiera hacérselo todo más sencillo. Y, para complicar las cosas un poco más, había huido sin dejar rastro. Al negarse a enfrentarse a él, Paula le había negado la posibilidad de cerrar la herida de una vez por todas. El mentón de Pedro se endureció. Aquella mañana, presentándose de ese modo en su remolque, Paula había cometido un terrible error. Conocería el significado de la palabra crueldad ese mismo día, antes de que saliera el sol. Y sería ella la que lamentaría entonces que sus caminos se hubieran cruzado. Pedro se aferró al volante y giró entrando en el estacionamiento del Bluebird Inn. 



En cuanto terminaron las noticias de las diez de la televisión, Paula se dió cuenta de que había estado esperando algo que jamás iba a suceder. Miró a su hijo, acostado sobre una de las camas de la habitación, aún despierto. Parecía darse cuenta de que aquel día había sido diferente de los demás.


—¡Qué triste que Pedro no vaya a conocerte jamás, Balta! —exclamó dejando caer las lágrimas por la mejilla—. No tienes ni la menor idea de lo maravilloso que es tu padre. No hay nadie como él. Excepto tú, claro. Ruego a Dios para que crezcas igual que él. Y no estoy hablando de ese hombre tan enfadado al que he visto esta mañana, no —continuó Paula enjugándose las lágrimas con la colcha que ella misma había tejido—. Me temo que ese hombre es el resultado de lo que yo le hice. Nunca me perdonará, ahora lo veo con claridad. ¿Por qué iba a perdonarme? No estoy segura de que yo hubiera podido sobrevivir si me lo hubiera hecho él a mí. Esta mañana, cuando entró en el remolque y me vio ahí, tenía todo el derecho a echarme de un puntapié, y sin embargo no lo hizo. Podía haberme llamado mentirosa. En realidad podría haberme llamado cualquier cosa que se le hubiera ocurrido. Podría haberme gritado tan fuerte que todo el mundo le oyera en la excavación. Y sin embargo se contuvo, porque es todo un hombre. 


Paula sentía que tenía un nudo en la garganta, pero a pesar de todo continuó hablando para el bebé:


—Le hice algo terrible, Balta. Lo herí de la peor manera que se puede herir a un hombre. Y eso me destrozó a mí también. Pero no tenía más alternativa. No, ninguna…


Paula se inclinó para besar al bebé en la punta de la nariz. Cada vez que miraba su rostro veía a Pedro. Una y otra vez. Eran idénticos, pero Baltazar en miniatura.


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