viernes, 22 de enero de 2021

Perdóname: Capítulo 47

 —¡Oh, Balta Balta,! —susurró Paula besándolo en lo alto de la cabeza—. Tengo tanto miedo… tengo que arreglar esta situación antes de que la cosa vaya a peor. ¡Ayúdame, cariño!


Aquella era la segunda vez, en el plazo de doce horas, en que la mera mención del nombre de su madre hacía palidecer a Paula. Pedro, en absoluto inmune a sus ruegos, tomó el auricular y contestó con el ceño fruncido.


—Al fin, cariño. ¡Hace falta todo un Congreso para seguirte la pista! —exclamó su madre.


La señora Alfonso estaba exaltada, pero era su estado habitual. ¿Qué podría haberle dicho a Paula para alterarla de ese modo? Minutos antes de aquella llamada, el estado de guerra latente que ambos mantenían continuaba su curso normal sin cambio alguno. La noche anterior se había mostrado tan endiabladamente bella y atractiva, sentada en la cama con el niño en brazos, que la urgente necesidad de saber hasta qué punto estaba enamorada de Fernando lo había obligado a besarla. No hubiera debido hacerlo. Era un estúpido, debía saber que lo peor que podía hacer era acercarse a ella. Sin embargo, tratándose de Paula, jamás podría mantener el control. Claro estaba, aquel experimento había demostrado que ella era incapaz de amar a ningún hombre. Y sin embargo, una vez más, le había salido el tiro por la culata. Aquellas ascuas guardadas en lo más hondo de su ser habían cobrado vida y habían estallado de tal modo que ninguna ducha iba a poder apagarlas.


—¿Mamá?, ¿Qué tal estás? —preguntó Pedro impaciente.


—Si te hubieras molestado en llamarme no habría malgastado todo el día tratando de localizarte en ese tugurio que llamas tu casa.


—No hay ningún otro lugar que pueda satisfacerme más que este — contestó Pedro, harto de discutir con su madre sobre ese tema—. ¿Cómo es que llamas?


—¿Es que necesito alguna razón especial para llamar por teléfono a mi hijo favorito?


Le había pedido que no lo llamara así desde pequeño. En una ocasión se le había escapado y lo había llamado de ese modo delante de su hermano mayor, Federico. Aquel desliz imperdonable había creado todo un mundo nuevo de sufrimiento para todos. En una familia sin problemas jamás habría surgido una pregunta como la que le había hecho su madre, pero, por desgracia para Pedro, su familia era cualquier cosa menos normal. Sonia, su consentida hermana mayor, era una copia exacta de su madre pero, con un ejemplo semejante, era inevitable. Pedro se frotó la nuca y contestó ausente:


—Siempre lo haces.


La señora Alfonso, sin embargo, hizo caso omiso del comentario.


—Tu tío Juan está en Nueva York, en viaje de negocios. Él y tu padre están ahora mismo en clase de golf. Y, hablando de tu padre, por si no te acuerdas, la semana que viene es su cumpleaños.


—Me acuerdo —soltó Pedro—. ¿Algo más?


—No hace falta que me contestes así, Pedro. Por supuesto que tengo algo más que decirte. Estoy pensando en dar una gran fiesta para la ocasión, y espero que asistas.


—Me temo que no voy a poder.


—¡Pero tienes que venir! ¿Qué va a pensar la gente?


—No tengo que hacer nada, mamá. Creía que ya te habías dado cuenta de que no respondo a las amenazas.


—Tu padre te echa de menos.


—Lo dudo. De todos modos, es un poco tarde.


—Si lo quisieras, aunque solo fuera un poco, te dejarías de tonterías y volverías a casa, a donde perteneces.


Los intentos de manipulación de su madre eran inútiles. El único capaz de enderezar aquella situación era el padre de Pedro, pero hacía ya mucho tiempo que había dejado de mostrar sensibilidad o, en todo caso, parecía incapaz de darle a su hijo lo único que necesitaba. Se dió la vuelta y miró la puerta del dormitorio. Su hijo jamás carecería de su amor, aunque fuera lo único que recibiera de él.


—Si es eso todo, tengo que colgar.


—¡No, no es todo! —exclamó su madre con voz estridente—. Quiero saber quien es la mujer que me ha contestado al teléfono.


—Forma parte del personal. ¿Por qué lo preguntas? 

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