lunes, 4 de enero de 2021

Perdóname: Capítulo 6

Paula llamó  a la puerta de la habitación antes de abrir, tratando de evitar que la niñera se alarmase, y la vió sentada en un sillón con el bebé en brazos.


—Señorita Wood, ¿Qué tal está Balta?, ¿ha llorado mucho pidiendo el biberón?


—No, apenas se ha despertado, ha sido todo un caballerito. ¡Es un niño tan pequeño, y tan bueno! Esperaba que tardara usted más. No hay nada como un recién nacido, sobre todo este. Su padre debe ser muy guapo, con ese pelo negro tan rizado y esa piel aceitunada.


—Lo es —contestó Paula aclarándose la garganta.


—Me dan ganas de tener más nietos.


—No sé cómo darle las gracias.


—No es necesario, comprendo perfectamente cómo se siente. Con el primer hijo se tiene miedo hasta de respirar, así que más aún de perderlo de vista.


—¿Tanto se me nota?


—Es maravilloso ser madre por primera vez —rió la niñera tendiéndole al bebé—. Me alegro de haberle sido de ayuda.


—Y yo también.


Paula sacó cincuenta dólares del bolso y los puso en la mano de la mujer.


—Oh, no, de ningún modo, eso es demasiado. 


—No habría dejado al bebé solo de no haber sido necesario, pero ha sido reconfortante que haya estado con usted. Por favor, acéptelo junto con mi sincera gratitud.


—Gracias —contestó la niñera besando al bebé en lo alto de la cabeza antes de marcharse.


Paula cerró la puerta y acunó a su hijo en los brazos.


—¡Ah, qué bien estás! ¿Me has echado de menos tanto como yo a tí? —preguntó cubriendo de besos a su hijo—. Voy a llamar para pedir que me traigan la comida bien temprano. Apuesto a que para cuando la suban ya tendrás hambre. Ven con mamá.


Paula descolgó el teléfono de la mesilla y pidió la comida. Apenas había tenido apetito desde el momento de subir al avión pero, después del milagro de encontrar a Pedro y de hablar con él, estaba hambrienta. Bañó y vistió al bebé con un traje azul de una sola pieza mientras esperaba a que le subieran la comida. Para entonces el bebé ya había comenzado a hacer ruidos en señal de que estaba hambriento. Gracias a los preparados de leche en polvo podía tener listo el biberón en cuestión de segundos. Baltazar era tan bueno que ni siquiera ponía pegas si se lo daba a temperatura ambiente. Ella se tumbó en la cama y le dió el biberón. Baltazar había sido bendecido con un saludable y voraz apetito. Mientras devoraba el contenido del biberón, Paula escrutó cada detalle precioso de su rostro y de su cuerpo. Baltazar no solo tenía el color de piel de su padre, sino que un día crecería y llegaría a ser tan alto como él. Ella acababa de estar con Pedro, y podía apreciar cada uno de los rasgos que compartía el niño con la bella y riquísima familia Alfonso de Long Island, una familia de banqueros de buena posición social y buenas conexiones a ambos lados del océano. Todos sus miembros tenían un aspecto inmejorable. Sobre todo la madre de Pedro, una bella mujer de espléndidos cabellos negros heredados de sus ancestros griegos. Él era quien más se parecía físicamente a ella. Pero, gracias a Dios, no se parecía en nada más. Pedro había heredado la estatura de su padre, de ojos verdes, cabello rubio oscuro y origen inglés. Los genes de los Chaves solo parecían imponerse en Baltazar en lo relativo a su carácter tranquilo, su hijo había heredado el alegre temperamento de su abuela. Por el momento, los ojos de su hijo eran aún de un azul velado: quizá hubiera heredado el tono grisáceo de ella. Solo el tiempo lo diría.


Habían llamado a la puerta del remolque en varias ocasiones desde que Paula se marchara, pero Pedro había hecho caso omiso. El golpeteo de las gotas de lluvia sobre el techo lo estaba volviendo loco. Terminó el segundo whisky escocés, pero el deseado estado de inconsciencia siguió sin llegar. Quizá, si se terminara la botella, ocurriera el milagro de que se desmayara. Desde que ella le arrancara el corazón, él apenas había bebido una cerveza o un vaso de vino de vez en cuando. Desde el atroz instante en que ella rompiera su compromiso con aquella estúpida excusa de que él era demasiado mayor, guardaba siempre algo fuerte a mano para casos de emergencia, como por ejemplo cuando, en mitad de la noche, la herida de su corazón sangraba y el dolor se le hacía tan insoportable que necesitaba un alivio inmediato. 

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