miércoles, 21 de octubre de 2020

Otra Oportunidad: Capítulo 6

 Pero no podía abrir los párpados. Trató de mover los dedos bajo la mano de Pedro, pero no podía. Trató de hablar, pero le fue imposible. Aun así, se sintió mejor al saber que estaba allí con ella. Tenía que decírselo, quería que él supiera lo mucho que... Pero, de repente, recobró el sentido común y se dió cuenta de que Pedro no debería estar allí. Él había estado de acuerdo con que el divorcio era la mejor opción. Ya no vivían en la misma ciudad, ni siquiera en el mismo estado. No entendía por qué estaba allí. Paula trató de mover los labios, pero no salió ningún sonido.

 

–Mire –le dijo Pedro a alguien–. Se está despertando.

 

–Estaba equivocado, doctor Alfonso –contestó la otra persona–. Parece muy buena señal.

 

–Paula.


Le sorprendió la ansiedad y la preocupación que notó en la voz de Pedro. No lo entendía. Quería pensar que, aunque su matrimonio había fracasado, quizás el tiempo que habían pasado juntos no había sido tan malo como para que él se olvidara de todo.  Necesitaba abrir los ojos para verlo y decirle que... Usó todas sus fuerzas y apareció una rendija de luz. Era muy brillante, demasiado. Cerró los ojos de nuevo. Empezó a dolerle aún más la cabeza.


 –Está bien, Paula. Estoy aquí –le dijo Pedro–. No voy a irme.

 

Pero sabía que no era cierto, Pedro la había dejado. En cuanto hablaron de divorcio, él se había ido de su piso en Seattle. Y, cuando terminó sus prácticas en el hospital, se mudó a Hood Hamlet, en Oregón. Ella había terminado su doctorado en la Universidad de Washington y aceptó después un puesto de postdoctorado con el Instituto Volcánico del monte Baker. Recordó que había estado desarrollando un programa para instalar sismómetros adicionales en ese monte. Había estado tratando de determinar si el magma subía por el interior y había necesitado más datos. Para obtener la información, tenía que subir al volcán y excavar los sismómetros para recuperar los datos. No habría tenido sentido instalar sondas que proporcionaran datos telemétricos porque eran caras y no iban a aguantar las duras condiciones cerca del cráter del volcán.  Había estado cerca del cráter para descargar los datos de los aparatos de medición a su ordenador portátil y enterrar de nuevo el sismómetro. Lo había hecho. Eso era al menos lo que recordaba. Se había producido una explosión y el aire olía a azufre, apenas podía respirar. No recordaba si le había dado tiempo a recuperar los datos o no.  Oyó más pitidos y otras máquinas a su alrededor. Tenía la mente en blanco. El dolor se intensificó, era como si alguien hubiera subido el volumen de un televisor y no pudiera bajarlo.


 –Paula –le dijo él–. Trata de relajarte.

 

Pero no podía hacerlo, tenía demasiadas preguntas.

 

–Tienes mucho dolor –adivinó Pedro.

 

Asintió con la cabeza. Le costaba respirar. Era como si una roca gigante presionara su pecho.

 

–¡Doctor Marshall!


 La urgencia en la voz de Pedro no hizo sino intranquilizarla más aún. Necesitaba aire.


 –Estoy en ello, doctor Alfonso –repuso el otro hombre.

 

Algo zumbó. Oyó pasos y otras personas a su alrededor. Movieron su cama. Había otras voces, pero no podía oír lo que decían. Abrió la boca para respirar, pero apenas le llegaba oxígeno. 

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