miércoles, 7 de octubre de 2020

Bailarina: Capítulo 46

 Los cocos que estaban en lo alto de la palmera eran muy tentadores. Pedro observó cómo colgaban, fuera de su alcance, del árbol que había elegido como más fácil de escalar que estuviera cerca del campamento.


—¿Por qué no podemos recoger uno de los que hay por la playa otra vez? —preguntó Paula—. ¿Están por todos sitios?


—No es lo mismo —murmuró Pedro—. Los cocos que ya se han caído del árbol están maduros. Su pulpa es más seca y tienen menos agua.


Y él deseaba comer la pulpa dulce y gelatinosa que contenían los cocos menos maduros. Un deseo que, además, lo ayudaba a distraerse de otra cosa que no debía desear. Lo intentó de nuevo. La base del tronco salía a cuarenta y cinco grados del suelo y después se ponía más vertical. Se subió al tronco y caminó durante el primer tramo. Después, cambió de técnica para la parte más vertical. Él había visto a los habitantes de las islas tropicales haciendo algo parecido. ¡Incluso a los niños! ¿De veras era tan difícil? Tras intentar trepar por el tronco un par de veces, perdió el agarre y cayó sobre la arena. Diego empezó a reírse y lo enfocó con el zoom. Pedro se tumbó sobre la espalda y miró al cielo. De reojo, veía que Paula lo miraba riéndose, con las manos en las caderas.


—No es divertido —dijo él, incorporándose—. Hace falta mucha fuerza, equilibrio y coordinación. Me gustaría verte a tí.


Ella dejó de reírse y lo miró arqueando una ceja.


—De todo eso que has dicho, tengo de sobra —dijo ella.


El equipo de rodaje se quedó en silencio, algo que sucedía cuando sabían que él iba a hacer alguna estupidez o cuando iba a suceder algo que no podían dejar de grabar.


—¿De veras? ¿Quieres probar? —miró al árbol de arriba abajo—. Te lo advierto, caer sobre esta arena es como caer sobre el asfalto.


—¿No crees que puedo hacerlo?


Él la miró a los ojos y, en lugar de temor, vió un gesto de desafío. La hacía incluso más atractiva.


—Adelante —dijo él, confiando en que Sergio, el experto en seguridad, no se lo permitiera. Pero Sergip asintió y gesticuló hacia el árbol. 


—Yo de tí me plantearía ponerme manga larga —dijo Pedro, levantándose del suelo—. Igual así te ahorras unos arañazos.


—Me arriesgaré —dijo Paula, y se acercó a la base del árbol.


Paula lo había visto intentar subirse a ese árbol al menos veinte veces y copiaba sus movimientos a la perfección, o mejor, porque enseguida llegó a la parte del tronco que se hacía más vertical y se colocó en posición de rana para saltar, abrazándose al tronco con ambos brazos. Tras un par de saltos más, se detuvo. Pedro sintió que se le aceleraba el corazón. Ahí era donde él siempre se caía. Pero ella volvió la cabeza para sonreírles y continuó. Fue entonces, cuando encontró su ritmo y continuó subiendo como si fuera un mono.


—¿Cuántos cocos quieres? —preguntó ella desde lo alto del árbol.


—Dos o tres —gritó él—. Gíralos. Deberían caerse con bastante…


Se echó a un lado al ver que un coco empezaba a caer. Impresionante. Paula era como esos niños que él había visto subir a las palmeras en muy poco tiempo. Su cuerpo ligero hacía que le resultara mucho más fácil trepar al árbol que a él. Otro coco golpeó contra el suelo. Y otro. Pedro se agachó para recogerlos y se dirigió a una roca para partirlos con el machete. Con suerte, cuando ella bajara del árbol, los tendría preparados para ofrecérselos. 

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