miércoles, 3 de noviembre de 2021

Tuyo Es Mi Corazón: Capítulo 12

 –Me llamo Pepe.


–¿Solo Pepe?


A pesar de su aparente diversión, posó la mirada en los hombros desnudos de Paula como si estuviera hambriento. Ella lo vió. Y sintió una extraña emoción en su interior.


–Si tú eres Lola, entonces yo soy solo Pepe –contestó él.


Le gustaba aquella mirada. La hacía sentirse viva. Como la música, y las luces, y las calles heladas de la noche.


–Estupendo –respondió, preparándose para disfrutar.


El disc jockey dejó de hablar. Y el latido irresistible de la música comenzó otra vez. Casi inmediatamente, Paula empezó a moverse: Las caderas, los hombros, los pies. Todo su cuerpo respondía a los dictados de la música. Pepe, o quienquiera que fuera, también bailaba. Pero lo hacía dejando muy claro que no iba a permitir que lo abandonara. Cada vez que Paula giraba o saltaba, posaba la mano en su espalda, para hacerla volver a su lado. Poco a poco iba creciendo el nivel de provocación. Lo desafiaba, confiando en que no la dejaría marchar. Al final de aquella pieza, estaba acalorada y jadeante. Pedro bajó la mirada hacia ella, con los ojos resplandecientes. Él ni siquiera respiraba con dificultad. Uno de los visitantes japoneses se acercó en aquel momento a Paula. Incluso sin la corbata, parecía impresionantemente cortés.


–Ha sido extraordinariamente amable con nosotros. Muchísimas gracias.


Paula comprendió inmediatamente lo que quería decirle.


–¿Quieren marcharse ya?


El señor Ito estaba apesadumbrado, pero tenían que tomar un avión a primera hora de la mañana.


–No importa –dijo Paula, separándose de Pedro e intentando apartarlo de su mente–. Iré a buscar su abrigo.


La molestó un poco que Pedro no intentara retenerla. Después de aquellas muestras de posesividad machista durante el baile, esperaba que al menos le pidiera el número de teléfono. Paula no se lo habría dado. Por supuesto que no. Pero al menos podría habérselo pedido. Sin embargo, cuando miró a su alrededor, no vió a Pedro por ninguna parte. Se encogió de hombros, intentando tomárselo a risa. 


En el guardarropa, encontró a Carla, una de las habituales del club.


–¿Quién era ese hombre? –le preguntó a Paula.


–No lo sé.


–Vaya, pensaba que ibas a quedarte con él.


–Ya me conoces. De la misma forma que llegan se van.


–Hacían tan buena pareja bailando…


Paula le dirigió una mirada irónica, comprendiendo perfectamente lo que estaba insinuando Carla, y se fue a buscar sus cosas. Llevaba un abrigo de lana que le llegaba casi a los tobillos, una bufanda de cachemira y unos guantes de visón. Durante el mes de febrero en Nueva York, no había que dejar un solo centímetro de piel al descubierto. Incluso se guardó las sandalias en el bolso y sacó sus botas forradas en piel. Como aquella noche se había hecho cargo de la diversión de los japoneses, tenía una limusina disponible. Sacó el teléfono móvil del bolso y marcó un número de teléfono.


–Ya estoy preparada para irme, Adrián. Volvemos al hotel. ¿Podrías dejarme después en mi casa? Magnífico.


Carla se estaba retocando el lápiz de labios.


–¿Vas a verlo otra vez?


–No me lo ha pedido.


–¿Y? ¿Por qué no se lo has pedido tú? Estamos en el siglo veintiuno.


–Sí, eso dicen. Pero ya he estado allí, he hecho lo que tu dices y no ha funcionado.


–Eso es que no lo hiciste bien –replicó Carla con convicción. 

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