-Yo...
-¡Cómo has podido... ! -la interrumpió la señorita Tanner-. La gente dependía de ti -señaló las tijeras que aún tenía en la mano.
-Vamos, Carmen, cálmate -dijo la señorita Marchand, que era la más razonable de las dos-. Estoy segura de que Paula tiene sus razones.
-Me voy a California.
Las dos mujeres se quedaron boquiabiertas.
-¿Para qué?
-Eso es lo que yo me estaba preguntando -Pedro se sentó junto a ella en el escalón.
Estaban muy pegados, y sin saber por qué se sentía muy consciente de cada movimiento leve de su cuerpo cálido y vibrante.
-Te felicito, Pedro -dijo la señorita Marchand-. Los bebés de tu hermana y tu cuñado son preciosos.
-¿Los han visto? -preguntó Pedro.
Para tener más sitio le echó a Paula el brazo por la espalda. La tentación de apoyarse en él, de comprobar qué sentiría con su brazo a la cintura, se hizo más intensa. Una intensidad que le corría por las venas. Lo deseaba, y la idea no la sorprendió tanto como habría esperado. Miró a Pedro. Él le sonrió suavemente y sin darse cuenta ella le devolvió la sonrisa antes de volverse hacia las señoras.
-Fui al hospital en cuanto me enteré -dijo la señorita Marchand-. Esos dos hicieron bien en casarse -miró significativamente a Pedro y a Paula-. Es lo más adecuado cuando dos personas jóvenes están hechas la una para la otra. ¿No les parece?
Ni Paula ni Pedro dijeron nada.
-¿Y tú, Pedro? ¿Cuándo vas a sentar la cabeza? Digo yo que ya te toca a tí.
-Sí, Pedro -sonrió Paula complacida de ver cómo se había dado la vuelta a la tortilla.
-En cuanto encuentre a una mujer que sepa preparar tarta de limón y merengue -le contestó.
Paula habría esperado que dijera que nunca. Pedro era de los que nunca se había acercado a una iglesia, ni jamás se había comprometido. De nuevo se preguntó si en California habría cambiado.
-Parece que no tendrás que buscar muy lejos -murmuró la señorita Marchand-. La gente nunca se entera de lo que tienen delante de las narices -carraspeó y se agarró del brazo de la señorita Tanner-. Será mejor que nos vayamos. Te deseo buena suerte, Paula.
Las señoras se despidieron, y Pedro se volvió hacia Paula.
-Parece que tienes un club de fans en Mercy -le dijo.
-Encontrarán a otra.
Pedro la estudió.
-No lo sé. No creo que haya nadie como tú.
Paula tragó saliva y se puso de pie. Su creciente atracción por Pedro se debía a su proximidad constante, y a nada más. Ella quería hacer su vida; no ceñirse a la que le ofreciera un hombre. Sabía lo que implicaban sus palabras; percibía su interés en sus ojos azul cobalto, pero no pensaba tirar por ese camino. Volvió a la cocina y guardó las tijeras en su estuche.
-Ya estás -le dijo cuando él entró detrás de ella.
Él se pasó la mano por la cabeza.
-Fenomenal. Gracias.
-De nada.
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