miércoles, 11 de mayo de 2022

Enfrentados: Capítulo 22

Él entrecerró los ojos y la miró pensativamente. 


-Tal vez no deberíamos. 


-¿El qué?


-Olvidarnos de nada. A lo mejor deberíamos considerarlo como un paso más en nuestra relación.


Ella se echó a reír.


-¿Relación? Pedro, te conozco. Tú no mantienes relaciones serias. Eres como un fumador empedernido que no quiere renunciar a sus dos paquetes diarios a pesar de que lo está matando.


-¿Quieres decir que no puedo ir en serio con una mujer?


-¿Pedro, cuándo fue la última vez que volviste a comprar la misma loción de afeitar? Imagínate con una mujer. Te conozco de toda la vida. Enfréntate a la realidad; tú nunca has valido para el matrimonio -ladeó la cabeza-. Y tú y yo sabemos que eres más feliz así.


Él puso mala cara y en sus ojos resurgió la tormenta.


-Supongo que me conoces bastante bien -dijo-. Tal vez demasiado bien.


Entonces se alejó y fue hacia la cocina. Se colocó en el pequeño comedor, abrió su portátil y se puso a escribir como un poseso. Ella sacó un libro de la maleta y se sentó en un rincón del sofá a leer. Intentó concentrarse en la novela de misterio que tenía en la mano, pero sólo pudo pensar en Pedro; en la oscura pasión de su mirada y en el extraño comentario que acababa de hacerle. Él podría haber estado tumbado en una cama de clavos a juzgar por lo poco que estaba durmiendo esa noche. Había devuelto su reina al montón, dejando que Arturo, que tenía un diez, y Graciela, que tenía una jota, se acostaran en la cama de encima de la cabina. La cama que había querido compartir con Paula. O tal vez con Tamara, o incluso Renee, que lo había arrinconado para decirle lo guapo que se había puesto con la edad. Allí era donde debería estar, y no en el suelo duro y frío, apretujado en la tira de moqueta entre los dos bancos del comedor, con una manta que Alicia había tejido. El centro había planeado todo con antelación, pero se había olvidado de proveerles de mantas y almohadas suficientes. Sin duda esperaban que más gente hubiera abandonado llegado ese momento. Pero los doce que quedaban parecían estar aguantando bien, al menos esas dieciséis horas. Sobre todo Paula. Apenas se había fijado en los demás, a pesar de estar allí todos apelotonados. Desde que la había sorprendido llorosa en el baño no había podido dejar de pensar en ella. No había logrado dejar de pensar en el trozo de hombro suave que había dejado al descubierto al enseñarle el tirante de su sujetador azul pastel. Cada vez que cerraba los ojos veía la mirada desafiante de Paula y el pedazo de seda del tirante. Jamás la había mirado así, y el descubrimiento de una mujer hecha y derecha e inteligente, no la chica a quien le tiraba de las coletas, era para él como entrar en territorio desconocido. Desgraciadamente, ella le había puesto límites. Paula tenía razón en cuanto a él. Si había algo que se le daba bien era llegar al grano. Él era un perro, y lo sabía. Se había pasado la vida persiguiendo a mujeres, a las que había conseguido en casi todas las ocasiones. En realidad, en los últimos quince años había utilizado todo su encanto y sus habilidades en ventaja suya. Pero con Paula... Maldición. Con Paula era distinto. En los meses que habían pasado desde que la esposa de Marcos había muerto, Pedro había empezado a mirar a las mujeres de otro modo. No sabía por qué; sólo sabía que la vida de su gemelo le había parecido mucho más completa con una buena mujer y un hogar estable. Aunque había fallecido Marcos conservaba recuerdos, cintas de vídeo y cartas de amor como prueba de su cariño, el cual era mucho más profundo de lo que él se había imaginado. 

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