viernes, 27 de octubre de 2023

Irresistible: Capítulo 12

 —Son grises y preciosos. No puedo dejar de preguntarme por qué los escondes.


«Qué ojos tan grandes tienes, dijo el lobo». ¿No se supone que era Caperucita la que decía eso?


—Um —estaban a pocos centímetros el uno del otro.


El cuerpo de Pedro la protegía del viento, y a ella le gustó la sensación. Le gustó tenerlo cerca, su estatura y su fuerza. «Cielos, no quiero que el lobo me bese. ¿O sí?» «Por supuesto que no». «¡Claro que sí!» Pedro se inclinó un poco más. Ella trató de apartar la cara, pero no pudo. Sólo podía seguir mirándolo a través de la neblina de sus gafas.


—¿Ésa era tu pregunta? ¿Que si me podía quitar las gafas para que pudieras ver mis...?


—Tus preciosos ojos grises —él se inclinó un poco más. Ella empezaba a dudar si el título de aquella historia sería Cobijo o Promesa peligrosa. Ése era el problema de los hombres lobunos, que podían confundir a las mujeres aun sin querer—. Eso depende.


—¿Depende de qué?


A pesar de todas sus reservas, a pesar del resentimiento y el no querer confiar en sus buenas intenciones para estar allí por Eduardo, ella se inclinó. Deseaba sentir su piel, la rasposa barba de un día, bajo sus dedos. Quería pasarle las manos por el pelo y palpar los músculos escondidos bajo ese peligroso traje que llevaba. ¿Por qué quería esas cosas? Era Pedro Alfonso, y no debería desear esas cosas de él. Lo único que había hecho él había sido besarle la frente y la mejilla, y no tenía que haberle dejado ir tan lejos. ¿Cómo podía estar tan deseosa de más?


—Siempre me ha gustado el negro —murmuró ella. Deseaba pasarle las manos por la camisa oscura, acariciarle el cuello, atraer su cabeza hacia la de ella y...


No ayudaba en absoluto el hecho de que él la mirara con interés depredador.


—¿Te gusta el negro? —levantó una ceja. Una ceja negra—. Por cierto, ésa no era mi última pregunta.


—Me refería a la ropa negra —¿Tenía algo de ropa negra?—. He pensado comprarme un sombrero negro —¿Pero qué estaba diciendo?


Él torció los labios y a ella le encantó el gesto, para su propio pesar. Paula se estiró y dio un paso atrás. Puso toda la distancia que pudo físicamente y esperó que sus reacciones la siguieran.


—Estamos perdiendo el tiempo. Tenemos que ir a la oficina.


—No hemos acabado, pero iré a buscar un taxi.


—He venido en coche —por educación, insistió en llevarlo.


Eduardo lo habría esperado de ella. Ella lo condujo hasta su viejo escarabajo amarillo, rezando para que hubiera olvidado la pregunta que tenía en mente.


—Ponte cómodo —ella estaba bien erguida en el asiento, consciente de que no sería capaz de relajarse con aquel hombre tan cerca—. El motor tardará unos minutos en calentarse antes de que podamos marcharnos.


Ella dejó sonar el motor mientras miraba por la ventanilla. El tenerlo tan cerca aumentaba la atracción y su nerviosismo.

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