viernes, 29 de abril de 2022

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 71

 –Quiero todo tu cuerpo, Paula. Es cierto. Pero es de tí, de la mujer que eres, de quien estoy enamorado. No me importa que tengas una cicatríz. Y no me importa si... Engordas doscientos kilos en los próximos cinco años, o si pierdes el otro pecho. O si tienes cien cicatrices. No te querré menos por eso. ¿Es que no lo entiendes?


Ella le rodeó la cara con las manos.


–Mi cicatríz es muy grande. No puedo dar por sentado la reacción de nadie. Nadie puede saber cómo va a reaccionar hasta que la haya visto –respiró hondo–. Y necesito que tú la veas.


–¿Cuándo?


Ella tragó con dificultad.


–Ahora mismo –dijo, intentando sonar entusiasta.


Pedro le acarició la mejilla.


–No tienes por qué hacer esto.


–Sí que tengo que hacerlo.


Le había dicho que no podía dar por sentado la reacción de nadie, y lo creía de verdad. Pero necesitaba saber que era lo bastante fuerte para hacerlo, para enseñarle la cicatríz. Sin decir ni una palabra más, él la tomó de la mano y se dirigió hacia la puerta de la casa. No se detuvo hasta que llegaron a la cocina.


–¿Nos quedamos aquí? –no la soltó hasta que asintió con la cabeza. Comprobó que la puerta de atrás estuviera cerrada y corrió las cortinas de las ventanas.


Paula dejó de fingir que no estaba nerviosa. Respiró hondo y empezó a desabrocharse la blusa. Sus dedos batallaban torpemente con los diminutos botones, pero se obligaba a seguir adelante. Pedro esperaba en silencio, con paciencia. Su presencia le daba una extraña confianza. Cuando hubo soltado el último botón, se quitó la blusa y la colgó en el respaldo de una silla. Después echó atrás las manos para desabrochar el sujetador. Se detuvo un momento y le preguntó si estaba listo, pero rápidamente se dio cuenta de que eso era completamente innecesario. Él la observaba con ojos intensos, como si estuviera preparado para lo que ella necesitara, fuera lo que fuera. En el silencio que los rodeaba, Paula podía oír el tic-tac del reloj de pared. En algún sitio distante se oía el graznido de una urraca. Durante una fracción de segundo, sintió que las manos le temblaban tanto que sus brazos perdían toda la fuerza. Se recompuso como pudo, soltó el sujetador, y se lo quitó. Los ojos de Pedro siguieron fijos en su rostro mientras ella colocaba la prótesis y el sujetador sobre la mesa. Sin decir nada, le miró a los ojos. Muy lentamente, él bajó la vista hasta su pecho. No se movió. Respiró hondo y todo su cuerpo se estremeció. Paula se quedó helada. Un miedo primario la paralizó por dentro, congeló las lágrimas que tenía en los ojos. Esperaba que él diera media vuelta y saliera de la casa. Cerró los ojos. Era la única parte de su cuerpo que podía mover. Los abrió un momento después; sintió una bocanada de aire caliente. Pedro había avanzado hasta ella y estaba justo delante.


–Eres preciosa. Perfecta.


Paula se dió cuenta de que lo decía de verdad. El bulto que sentía en su entrepierna no dejaba lugar a dudas. Él extendió el brazo y le tocó la cicatríz. Ella contuvo el aliento. Creía que se iba a desplomar en cualquier momento.


–¿Te hago daño?


Ella sacudió la cabeza. Él la miró fijamente.


–Cariño, siento que hayas tenido que pasar por algo así. Supongo que habrá sido horrible, pero...


–¿Pero...?


–Si no vuelves a ponerte la blusa enseguida, creo que voy a tener que llevarte a la cama ahora mismo.


Ella abrió los ojos como platos y soltó una carcajada. Se arrojó a sus brazos. Él la sujetó sin hacer el más mínimo esfuerzo y empezó a besarla con la mayor dulzura.


–Te quiero, Pedro –murmuró ella, levantando la cabeza y mirándole a los ojos.


–Te quiero, Paula.


Ella vaciló un momento.


–Hay otra cosa de la que deberíamos hablar. Lo de los hijos...


Él apoyó la frente contra la de ella.


–Contigo y con Valentina tengo bastante.


–Pero si quisiera intentarlo... –se humedeció los labios–. ¿Te gustaría?


–Solo si es eso lo que tú quieres, chica de ciudad. No es una decisión que debamos tomar precipitadamente. Si tenemos niños, será estupendo. Pero, Paula, siempre que podamos estar juntos, tú y yo, me consideraré el hombre más afortunado del mundo.


Paula no cabía en sí de alegría. Casi sentía ganas de echar a volar, aunque no tuviera alas. Le rodeó el cuello con los brazos.


–Vas a tener que buscarme un nuevo apodo, pueblerino, porque esta chica de ciudad vuelve al campo. Para siempre.


–¿Princesa?


Ella arrugó la nariz.


–¿Preciosa?


Le miró con ojos radiantes.


–Mucho mejor, pero tengo uno que es incluso mejor.


–¿Ah, sí? ¿Cuál es? –le preguntó él, sintiendo sus besos por todo el cuerpo, recorriéndole de arriba abajo.


Ella se puso de puntillas y le dió un beso en la boca.


–Chica con suerte... –susurró.








FIN

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