lunes, 18 de abril de 2022

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 46

 –¡No tienes derecho a sermonear a otros, Paula!


Ella se giró con brusquedad al oír su tono de voz.


–No eres una hermanita de la caridad precisamente, ¿Verdad?  Pero ¿De qué demonios estás hablando? Dije que necesitaba revaluar mi vida, mi futuro. No es algo que vaya a dejar pasar. Créeme.


–Entonces empieza a ser sincera. Si no es conmigo, por lo menos contigo misma. Deja de mentirte a tí misma.


Se acercó, invadiendo su espacio, rodeándola con su penetrante fragancia. Paula se negó a bajar la guardia. No estaba dispuesta a ceder ni un ápice. El orgullo le mantenía la frente bien alta.


–¿De qué estás hablando, campesino?


Su intento de aligerar la discusión no surtió efecto. Los ojos de Pedro permanecieron serios y brillantes.


–Hasta que no te aceptes a tí misma, Paula, tal y como eres ahora, hasta que no dejes de estar avergonzada por el aspecto que tiene tu cuerpo... Hasta que no pase eso, no vas a encontrar algo de paz. Y estoy seguro de que no encontrarás la felicidad.


Sus palabras la cortaron como un cuchillo.


–¿Avergonzada de mi cuerpo? –levantó la voz–. Estoy agradecida por haber sido capaz de aguantar la cirugía y el tratamiento. Yo...


–¡Y eso es otra cosa más! ¿De qué demonios va todo eso? Toda esa charla acerca de estar contenta y agradecida por lo que tienes. Eres humana, ¿No? Tienes derecho a estar enfadada por haber perdido un pecho. Tienes derecho a estar furiosa porque eso haya afectado a tu fertilidad. ¡Maldita sea, Paula! ¡Tienes derecho a sentir rabia!


Sus palabras la golpearon. Retrocedió un paso. Quería huir y perderse en el bosque, ir detrás de los ualabíes y no parar de correr hasta no sentir nada ya. Se volvió hacia Pedro.


–¡No me digas lo que tengo que sentir y lo que no! ¿Tú qué demonios sabes de todo esto? Nunca has tenido cáncer. No sabes lo que es mirarse en el espejo y no reconocerse. No sabes lo que es ver el horror en la cara de un ser querido cuando ven los cambios físicos que has sufrido, cuando te pasan por al lado en el hospital y siguen de largo porque no te han reconocido aunque hayan estado el día antes.


Pedro se puso pálido.


–Paula, yo...


–No –no quería oír su disculpa–. Me dices que tengo derecho a llorar y a sentir rabia. ¿No crees que eso ya lo he hecho? ¡No sabes cuánto! 


–Entonces cuéntamelo... Dime cómo te sientes, Paula. Dímelo.


–Siento miles de cosas.


Lo sentía todo a la vez y el maremágnum de emociones ya empezaba a pasarle factura. Volvió a sentarse en uno de los peldaños y apoyó la cabeza contra la barandilla.


–Cuéntame una sola –él también se sentó.


No la tocó, pero estaba lo bastante cerca para hacerla sentir acompañada. Ella miró hacia el lugar donde los ualabíes habían estado un momento antes.


–Miedo. Tengo miedo de que, sin darme cuenta, el cáncer vuelva. Tengo miedo de tener que volver a pasar por ese tratamiento, o peor aún, que no haya tratamiento posible. No estoy preparada para morirme... Tengo miedo de que mi vida no vuelva a ser como era antes. Tengo miedo de vivir con miedo durante el resto de mi vida. Miedo y rabia, dolor.


–¿Y es por eso por lo que has tratado de concentrarte en todo lo positivo? –le preguntó él finalmente–. ¿Es por eso por lo que tratas de acordarte todos los días de todas las cosas por las que tienes que estar agradecida?


–Sí –ella le miró a los ojos–. ¿Crees que eso está mal?


Él sacudió la cabeza.


–A mí me suena bien.


Guardaron silencio durante unos segundos. Pedro se aclaró la garganta. 

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