lunes, 18 de abril de 2022

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 48

Los ojos de Pedro emitieron un destello de fuego.


–A veces no es tiempo lo que hace falta. A veces hace falta un buen empujón. Lo que hizo Santiago, Paula, fue terrible, imperdonable. Pero la mayoría de los hombres nunca se comportaría así.


Ella quería creer que él jamás haría algo parecido. Todo su ser se rebelaba contra la idea, pero...


–Hasta que te arriesgues a vivir otro momento como el que pasaste con Santiago, seguirás teniendo miedo. Cena conmigo y no dejes que gane el miedo.


A lo mejor él tenía razón. Pero también podía equivocarse. Y no estaba dispuesta a arriesgarse. Aún no. Quizá cuando el recuerdo de la traición de Santiago no estuviera tan fresco... Pero hasta entonces... Retrocedió y sacudió la cabeza.


–No.


Pedro se la quedó mirando. Las pequeñas arrugas que tenía alrededor de los ojos se hicieron más profundas. Cruzó los brazos.


–No me rendiré.


Paula sintió que el pánico estaba a punto de apoderarse de ella.


–No tienes derecho a darme lecciones o a presionarme. Durante los últimos doce años has hecho todo lo que has podido y más para evitar cualquier compromiso real.


–Pero ahora ya no.


–¿Y eso quiere decir que no darás media vuelta y saldrás huyendo si yo cambio de idea?


–¿Por qué no me pones a prueba? –le sugirió él. Le brillaban los ojos–. Dime que cenarás conmigo.


–No.


No se atrevía. No tenía los recursos necesarios para afrontar el posible rechazo de Pedro. A lo mejor no la rechazaría. A lo mejor sería capaz de asimilar lo de la cicatriz, pero la intuición ya le había fallado una vez con Santiago. Ya no se fiaba de ella, y no le quedaban fuerzas.


Él abrió la boca para decir algo, pero ella le interrumpió.


–¿Hemos terminado? –señaló la casa.


–Por el momento.


No llegó a saber si él se refería a la propiedad o a la conversación, pero tampoco quiso preguntar. Volvieron a Dungog en silencio. 



Paula respiró hondo, levantó la barbilla, abrió la verja y entró en el patio trasero de Pedro. Las enormes puertas dobles del taller estaban abiertas de par en par, y podía verle trabajando dentro. Se preguntó por qué le resultaba tan irresistible ese hombre vestido con un mono y con una llave inglesa en la mano. Era bueno trabajando con las manos. Las mejillas se le incendiaron de inmediato. Y Pedro eligió ese momento para darse la vuelta. Se tapó los ojos contra la claridad de la tarde y entonces se detuvo un instante. Sin prisa alguna, se limpió las manos con un trapo y luego fue a saludarla.


–Hola, Paula.


–Hola, Pedro.


–¿Qué puedo hacer por tí?


A Paula le resultaba insoportable esa formalidad y no estaba dispuesta a seguirle la corriente.


–Ah, no se trata de lo que tú puedes hacer por mí, sino de lo que yo puedo hacer por tí. He traído comida –levantó las bolsas de papel que llevaba en las manos. Tenían el logotipo de la pastelería que estaba enfrente del taller–. ¿Sabes que estas empanadas son famosas en todo el estado?


–Con razón.


Ella señaló los asientos que había fuera.


–¿Tienes tiempo para comer conmigo?


–¿Esto es una cita, Paula?


–¡No! Quiero decir... Solo es una comida de amigos.


–Entonces, lo siento. Pero me temo que estoy ocupado.


Ella se negó a darse por vencida.


–He venido con una proposición de negocios. Pero antes de proponerte nada, quería asegurarme de que mantienes tu parte del acuerdo.


–¿Qué acuerdo? 

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