lunes, 6 de julio de 2020

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 63

—Quizá no lo dijera con esas palabras, pero lo sé. Para ella significaría algo que le dijeras que es hermosa.

—¿Alberto?

—Dime, jefe.

—No quiero volver a hablar de este asunto.

Alberto, naturalmente, no tenía ni idea de lo complicada que era la situación. Pedro quería besarla noche y día. Ella quería besarle a él. No podía decirle que era hermosa sin que luego sucediera algo. No podía decirle que era hermosa y recuperar su vida.

—Tampoco es que tu vida sea gran cosa —dijo Alberto malhumorado mientras rellenaba la taza de café y lo derramaba hasta que Pedro tuvo que retirar precipitadamente la mano.

Pedro lo miró fijamente. ¿También era capaz de leer el pensamiento? Pero tenía razón. ¿Para qué quería recuperar su vida? La verdad era que quería la seguridad. Que no hubiera baches en el camino ni moratones. La verdad era que su vida tan plena le pareció muy vacía.

—De acuerdo —dijo Pedro—. Se lo diré. Que fuera lo que Dios quisiera.

Ella llegó al cabo de unos minutos, sin aliento y con las mejillas sonrosadas por el frío de la mañana. ¿Cómo podía pensar que era fea?

—Estás muy guapa esta mañana —dijo Pedro.

Lo dijo afectada y tímidamente. Podía notar que el rubor le subía por todo el cuello. No se había ruborizado desde que tenía doce años y una compañera del colegio le dijo que tenía las bragas rosas. Paula lo miró atónita. Se quedó boquiabierta. Se ruborizó casi tanto como él. Él pensó que los dos eran bastante torpes en esos asuntos entre hombres y mujeres. No era que decirle eso fuera un verdadero asunto entre hombres y mujeres, simplemente no quería que ella fuera por la vida pensando que era fea cuando eso distaba mucho de ser verdad., Al verla aturdida en medio del barracón, pensó que era absolutamente maravillosa. Quizá la mujer más hermosa que había visto. Sabía que nueve de cada diez hombres no dirían lo mismo y sabía que eso no iba a cambiar un ápice su opinión. Ella tenía algo que las demás no tenían. Un espíritu auténtico. El silencio se hizo más espeso. Ella lo miró atónita y luego se pasó la mano por el pelo y entrecerró los ojos con recelo. ¿Quién podía culparla? El era tan tacaño con los halagos que ese había sonado completamente falso. Él sabía que intentar arreglarlo solo empeoraría las cosas. Ya había intentado explicarle a Alberto que había cosas que él no sabía arreglar. Paula Chaves era una de ellas.

—No creas que eso va a librarte del nuevo peinado. He traído todo el material. Míralo.

Levantó una bolsa.

Ella no iba a volver a tocarle el pelo. Le daba igual si estaba sola o creía que era fea. Sentir sus manos era mucho más de lo que podía aguantar.

—Nada de peinados —dijo él—. Ni hablar. No entra en el trato.

Ella gimoteó. Él noto claramente que los gimoteos no eran naturales. Estaba jugando a algo. Intentaba ser una mujer que no le gustara a él. Intentaba no ser vulnerable a él. Como él intentaba no ser vulnerable a ella. Estaba claro que no tenían solución. A los dos se les daba igual de mal los asuntos entre hombres y mujeres y todos sus sutiles matices. Le recordaba a un baile en el que no supieran los pasos. Terminó el desayuno en silencio mientras ella charlaba con Alberto. Él intentó no pensar en cuánto le gustaba su voz y lo que sería oírla constantemente. Al bromear. Al jugar. Al hablar de cosas triviales. Se levantó bruscamente, se puso el sombrero y se dirigió a la puerta.

—No te olvides de las fotos —dijo Alberto—. Lo he montado todo en el corral.

—Como si pudiera olvidarlo —dijo él.

—He cocinado alubias —siguió diciendo Alberto.

Paula se rió.

—No hacía falta que cocinaras alubias, bastaba con poner una cazuela con agua caliente. El vapor habría creado la ilusión de que estabas cocinando.

Pedro pensó que ella vendía ilusiones. Salvo que, ¿cómo podía ser tan poco hábil con la mayor de las ilusiones? Los asuntos amorosos.

—A las diez en punto —dijo ella.

—Sí, lo que digas.

Todo discurrió sin problemas. Los muchachos interpretaron sus papeles sin ninguna vergüenza. Satisfechos de ver a Pedro echar el lazo y reunir el ganado.

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