miércoles, 8 de julio de 2020

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 70

—No, porque dijiste que enamorarse de tí era una tontería.

—Bueno, a mí me parece que cualquier mujer que se enamora de un cazurro, cabezota, primario y mandón es tonta, pero ya que lo has hecho pienso aprovecharme.

—¿Por eso dijiste que era una tontería? ¿No porque nunca querrías a una mujer como yo?

—Vamos, Paula, vas tan deprisa... —dijo él cariñosamente—. Me dijiste que me querías y saliste corriendo antes de que supiera qué hacer con lo que acababas de ofrecerme.

—¿No ibas a rechazarme?

—Quizá lo hubiera intentado. Por tu propio bien. Tengo defectos y no creo que sepas lo que te llevas. Estoy casi muerto por el miedo que me da el amor.

—Pues a mí, el estar al borde de la muerte me ha enseñado que me daba más miedo no amar. En esos minutos, cuando creía que te perdía, todo mi mundo reventó. Ya no me importa nada de lo que creía que me importaba antes del alud. Bueno, una cosa sí, tú. Pensaba que no era atractiva y que no era guapa ni especialmente femenina. Que no era alguien que te cosería los botones ni obedecería tus órdenes.

—¿Sabes lo que creo, Paula? Que tú eras un pato precioso, no feo, y que te has perdido tu transformación en cisne. Me pregunto cuánto me costará conseguir que te veas como yo te veo y como realmente eres. Me temo que mucho, si no puedo dar órdenes.

Ella sonrió.

—Es el sueño más maravilloso que he tenido.

Cerró los ojos y se dejó llevar mientras sentía que él le acariciaba la frente y los labios.

—No tengas remordimiento —dijo ella—. No podría soportar que fueras amable por los remordimientos.

—De lo único que tengo remordimientos es de haber perdido tanto tiempo. Un vaquero estúpido como yo. Hace falta que caiga un alud para que me entere de mis sentimientos.

Ella gruñó.

—No me hagas reír. ¿Estás seguro de que Apolo está bien?

—Nunca ha estado mejor. Alberto lo alimenta a base de chuletones y el periódico ha hecho una semblanza suya. Por fin lo ha conseguido. Es un auténtico perro de salvamento. Aparece gente de todos lados para darle un hogar.

—¿Vas a deshacerte de Apolo?

—No. Tiene casa para toda la vida y todos los chuletones que pueda comer. Te ha salvado la vida. Te apartó del alud principal y luego me enseñó el sitio donde estabas enterrada.

Ella se fijó más en la cara de Pedro. La sombra de la barba debería haber hecho que pareciera un verdadero forajido, pero no era así. Tenía un aspecto completamente distinto al que solía tener. La boca no estaba crispada ni los ojos recelosos.

—¿Estoy drogada?

—Sí, señora.

—Adoro tanto el mundo. Te adoro tanto a tí. A Apolo también. A Gabriel, a Javier, a Alberto.

—Es un consuelo que quieras a esos depravados. Porque están incluidos en el lote. Es como si cuando te casaras conmigo adquirieras unos hijastros endemoniados, lo sé, pero no puedo evitarlo.

—¿Casarme contigo?

—Vuelve a dormirte, cariño. Voy a dejar la proposición para cuando no estés drogada.

—Propongo darle una medalla al perro —dijo ella con un bostezo.

—Por eso no voy a decirte nada más que sea importante, señorita Morfina.

—Eso es peor que Doña Desastres. Señorita Morfina —soltó unas risitas—. ¿Me quieres, Pedro? ¿Sinceramente?

—Será la única cosa importante que diga. Te quiero, Paula.

—Seguro que me gusta este sueño —se dejó llevar por un cisne blanco—. Yo también te quiero.

Cuando volvió a despertarse, el sol entraba a través de las persianas y formaba unas rayas blancas sobre las sábanas. Al principio pensó que estaba sola, pero oyó un leve movimiento y volvió la cabeza. Pedro estaba profundamente dormido en la butaca que había junto a la cama. Tenía el sombrero sobre la cara, pero podía ver la sombra de la barba que oscurecía las mejillas y el mentón, la palidez del rostro y las ojeras debajo de los ojos. Tenía un aspecto espantoso.

—Muy mono, ¿Verdad? —dijo una enfermera que entró y lo miró.

Solo él podía tener ese aspecto e inspirar un comentario así.

—Adorable —reconoció Paula.

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