miércoles, 8 de julio de 2020

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 68

—Vamos, Apolo —dijo ella—. Vamos a dar un paseo.

—Paula...

—No. No te sientas obligado a decir nada. Sé perfectamente lo que quieres decir.

—No lo creo —dijo él mientras se levantaba.

Se acercó y tomó la mano de Paula, pero ella la retiró con orgullo. Iba a decirle lo halagado que se sentía y lo poco que merecía su amor y que siempre la querría como amiga. Ya había oído todo eso cuando estaba en el colegio y en la universidad. Prefería el silencio a la lástima o amabilidad.

—Paula, yo...

Ella levantó la mano.

—Tendrá que esperar. Tengo una emergencia.

Él frunció el ceño. ¿Qué emergencia podía tener en ese momento?

—El cuarto de baño —dijo ella con delicadeza.

Él se puso colorado, y ella se sintió muy orgullosa de haber encontrado la forma perfecta de acabar con la conversación. Por otro lado, era la reacción que había hecho que se enamorara de él la primera vez. Debajo de toda esa fuerza masculina y bravuconería había un hombre adorablemente dulce, indefenso y sin coraza.

—Busca un árbol —dijo él con cierta incomodidad.

—Vamos, Apolo —dijo ella.

—No vayan lejos —dijo él—. Acuérdate de lo que te he dicho de la nieve. Está blanda e inestable.



Ella pensó que un alud sería una buena distracción. No había nada como un pequeño desastre para ayudar a la gente a pasar un mal trance.

—No me importaría que me enterrara —le dijo a Apolo—. Un final trágico.

Seguro que Pedro Alfonso se aborrecería el resto de su vida. Naturalmente, eran pensamientos infantiles. No hizo el más mínimo caso de las advertencias sobre la nieve. Solo quería alejarse de él, estar sola, olvidarse para siempre de las esperanzas de que él la quisiera. Estaba distraída cuando oyó un pequeño rugido, pero vió las bolas de nieve pequeñas como guisantes que rodaban por la ladera en la que estaba ella.

—Era broma —gritó al cielo.

Pero, al parecer, el cielo no estaba de broma. Ante su espanto, vio una pared de nieve que descendía como una ola encrespada y lo hacía a toda velocidad. El rechazo y la incredulidad la dejaron paralizada. Iba a morir y Pedro, seguramente, iba a arrepentirse. Se culparía y pensaría una y otra vez en las palabras que se habían cruzado para encontrar las que la habrían retenido en la manta. Entonces, comprendió lo enamorada que estaba porque habría hecho cualquier cosa para evitarle el arrepentimiento y el dolor. En el último momento, cuando la pared iba a arrastrarla, sus pensamientos no eran para ella o su muerte, sino para Pedro. Deseó tener un segundo más para decirle que no era culpa de él, que lo perdonaba.

La ola y Apolo la golpearon casi a la vez, quizá el perro lo hiciera una fracción de segundo antes. Sintió que un peso enorme y gélido la empujaba y la arrastraba sin que ella supiera ni dónde estaba ni a dónde iba. El movimiento se detuvo tan bruscamente como había empezado. El alivio le duró poco. Se dio cuenta del silencio aterrador y del peso abrumador que la rodeaba. Como si estuviera atrapada en una masa de cemento. Todo estaba negro y muy frío. El horror se apoderó de ella cuando comprobó que no podía mover los miembros. Ni siquiera podía separar los dedos. Estaba enterrada viva. El horror fue dando paso lentamente a la resignación, pero vislumbró una leve esperanza en su prisión de hielo: podía respirar. Debía de haber una bolsa de aire justo debajo de la nariz. Paula, desesperada, hizo el feliz descubrimiento de que quería vivir aunque Pedro no la quisiera. Comprendió que había llegado a quererse lo suficiente como para superar ese asunto del corazón. Si sobrevivía. Naturalmente, ella podría haber apreciado mucho mejor el plan universal si Pedro la hubiera aceptado en vez de rechazarla. El amor había embellecido su alma y ella lo había ofrecido al mundo. Se sintió dominada por una sensación de rendición absoluta y de paz. Entonces, oyó el ladrido sordo y distante de un perro. Contuvo la respiración para oír mejor y oyó las garras escarbar en la nieve compacta.

—Por favor, Señor, que Pedro esté con él.

Oyó su voz que la llamaba una y otra vez. Su nombre. Su voz. Las garras del perro. Todo empezó a sonar con más claridad.

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