miércoles, 8 de julio de 2020

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 69

Ella contestó hasta quedarse ronca. El peso que la aprisionaba fue haciéndose menor poco a poco. La luz empezó a traspasar la oscuridad. Hasta que el sol la golpeó en la cara y ella sonrió. Debía de estar en el cielo porque Pedro estaba inclinado sobre ella retirando la nieve y cada vez que la miraba, ella podía ver la verdad. Sin máscaras que le cubrieran los ojos ni caparazones que lo protegieran. Sí, debía de estar en el cielo, porque él la amaba y no podía disimularlo.

—No te muevas, Paula —dijo cariñosamente él—. Casi estás libre. No te preocupes. No te asustes. Ya está. Yo te cuidaré.

De modo que eso era el cielo. Una luz tan brillante en el interior que te hacía sentir diminuta.

—Para siempre. ¿Me oyes? —la voz era fuerte y cariñosa, pero ella podía ver la preocupación en la mirada—. Voy a cuidarte siempre. Me necesitas. ¿Cómo has podido sobrevivir tanto tiempo sin que yo te cuidara? Yo y Apolo, claro está.

Apolo le lamió la cara a modo de confirmación. Ella no podía apartarse. Ni siquiera podía reírse por lo viva que se sentía con la calidez áspera de la lengua.

—Muy bien. Ya tienes la cabeza fuera. El cuello. Casi todo el pecho. Por el momento no hay huesos rotos. Nada de lo que preocuparse.

Ella sabía que Pedro no dejaba de hablar para tranquilizarla. Era como cuando se había caído del caballo la otra vez. Ella intentó decirle que esa vez era distinto. No estaba asustada ni le dolía nada. Intentó decirle que estaba tranquila, pero le pareció que abrir la boca era un esfuerzo excesivo. Cuando excavó alrededor del brazo y se lo liberó, ella intentó alargarlo para acariciarle la cara, pero el brazo no se movió. Volvió a ordenárselo, pero el brazo no obedeció.

—Paula, no intentes moverte.

Él siempre sería un mandón. Ella quería acariciarle la cara. Movería el brazo si quería. Iba a tener que aprender a no darle órdenes. Notó que le quitaba la nieve del otro brazo. Tenía libre toda la parte superior del cuerpo. Tiró del brazo que no se movía. Sintió un dolor espantoso en la cabeza y todo, el brillo de los ojos de él, la blancura de sus dientes, el reflejo del sol en la nieve, todo, se sumió en la más absoluta oscuridad. Ella oyó, en medio de la oscuridad, que él la llamaba, pero ella no podía contestarle. Hasta que eso también desapareció.  Estaba flotando. No, estaba volando. Era una mujer amada. Paula, que estaba enterrada en la nieve hasta la cintura, se sentía segura, cálida y feliz como no se había sentido en la vida. Debía de ser un milagro. El dolor intentó apoderarse de ella otra vez, pero lo ahuyentó al permanecer donde estaba, en ese agujero balsámico donde el amor la rodeaba. Pero el dolor insistió con tal fuerza que ella no pudo evitarlo. Tuvo que abrir los ojos. Le dolía el brazo, le dolía la cabeza, le dolía todo el cuerpo. Tenía la boca como si hubiera comido tierra. Entre una nebulosa de dolor, se quedó atónita al comprobar que no estaba en una montaña nevada. Vió unas baldosas y olió a desinfectante. Estaba en un hospital.

—¿Dónde está Apolo? —preguntó al despertarse.

—¿Apolo? —le respondió una voz profunda teñida de cansancio—. Debería sentirme ofendido.

Volvió la cabeza, aunque le dolió mucho hacerlo. Aunque le dolió sonreír, nada le habría impedido hacerlo.

—Sabía que estabas aquí —susurró ella—. Podía sentirte.

Él le tomó la mano cariñosamente.

—Duérmete otra vez. Vas a ponerte bien. No voy a dejarte. Nunca.

—Me duele la cabeza.

—Suele pasar cuando te caen encima unas toneladas de nieve.

—Y el brazo.

—Está roto por tres sitios. ¿Cómo voy a conseguir que seas una vaquera si tienes huesos de cristal que se rompen por cualquier cosa?

Sujetó el vaso de agua y le puso la paja entre los labios.

—¿Está bien Apolo?

—Nunca ha estado mejor.

—¿Y mí cámara?

—No la he encontrado.

—Las fotos de invierno —dijo ella sombríamente—. Eran muy buenas.

—Paula, por el amor de Dios. Tenemos todo el tiempo del mundo para hacer las fotos. Si es necesario, alquilaremos una máquina de nieve.

—Pero tú quieres deshacerte de mí, ¿No? —preguntó ella perpleja—. ¿Qué día es hoy? ¿Sigo dentro del plazo?

—Paula, tú no vas a deshacerte de mí nunca. Te tengo atrapada. Vas a tener el resto de tu vida para sacar fotos de mí preciosa cara.

Ella frunció el ceño.

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