miércoles, 22 de julio de 2020

Culpable: Capítulo 28

Quince minutos más tarde, Paula bajó corriendo las escaleras que la conducían a la playa. Había estado revolviendo en un armario lleno de trajes de baño de marca durante un rato y finalmente había escogido el más sencillo que pudo encontrar. No pensaba exhibirse delante de Pedro con un minúsculo bikini. A pesar de todo, no dejaba de pensar en cómo la prenda se le ceñía al cuerpo bajo la falda y la camisa. Recordó la expresión que vió en los ojos de él y su cuerpo no tardó en reaccionar. Lo había sorprendido observándola con mucha frecuencia con el ceño fruncido, como si ella fuera un enigma que él tuviera que resolver. O tal vez calculando cuánto tiempo tardaría ella en aceptar la fortuna que él le ofrecía a condición de que dejara de proclamar su inocencia.

Apretó la mandíbula. Lo primero que haría cuando encontrara trabajo sería pagarle aquel bañador, aunque tardara meses en poder hacerlo. Llegó al embarcadero. Estaba protegido por una caseta y, en su interior, todo estaba en penumbra. Sus ojos tardaron unos instantes en acostumbrarse a la poca luz. Parpadeó al ver la silueta de la motora que estaba atracada en su interior. ¿Era aquel el barco que iban a tomar? Se estaba preguntando si debía esperar en el exterior cuando captó movimiento. Desde el otro lado del barco, un hombre se dirigió hacia ella. Tenía una complexión fuerte y un ancho cuello. Se movía con sorprendente agilidad. Su traje oscuro se mezclaba con las sombras, pero, a medida que los ojos se le fueron ajustando a la luz, Paula captó una nariz rota y unas enormes manos. El vello se le puso de punta. El terror se apoderó de ella. Se quedó inmóvil. Había reconocido a aquel hombre. El sabor de la sangre le indicó que se había mordido la lengua. Rápidamente, se dirigió hacia la puerta. A cada paso que daba, se imaginaba aquellas enormes manos agarrándola, capturándola, castigándola.

Se dirigió hacia la puerta con las manos extendidas. Derribó algunas latas por el suelo y estuvo a punto de caerse, pero no se detuvo. Toda su atención se centraba en aquel pequeño rectángulo de luz que suponía la salvación para ella. La desesperación la atenazaba. Con un sollozo, salió al exterior y se vió cegada por la luz. De repente, su huida se vio interrumpida por un sólido y firme cuerpo. Era Pedro.

–Por favor... Ten cuidado... Está ahí... está...

–Paula –dijo él estrechándola entre sus brazos–, ¿Qué es lo que pasa?

–¡Ten cuidado! Él...

–Lo siento, señor –dijo una voz desconocida a espaldas de Paula–. Estaba poniendo provisiones en el barco. No quería asustar a la señorita.

Paula giró la cabeza y miró con recelo al hombre que acababa de salir del embarcadero. Era un desconocido. El corazón le dió un vuelco en el pecho al tiempo que las rodillas se le doblaban. Se tuvo que agarrar a Pedro para no caerse. No era él. Observó el rostro y los ojos del desconocido, que expresaban una profunda preocupación. Lo que había pensado que era un traje de guardaespaldas era un uniforme compuesto por pantalones oscuros y camisa. El hombre era un simple empleado, no el que ella había temido. Al ver la preocupación que mostraba el hombre, Paula trató de esbozar una sonrisa, pero no pudo conseguirlo.

–Paula... –susurró Pedro mientras, sin soltarla, comenzaba a frotarle la espalda para tranquilizarla.

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