lunes, 6 de julio de 2020

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 62

Una mente disciplinada pensaría en otras cosas. Lo consiguió un par de segundos a base de repasar tareas pendientes, pero cuando estaba a punto de quedarse dormido, bajaba la guardia y volvía a pensar en ella. En el hecho de que fuera a marcharse. Que él fuera a recuperar su vida. Durmió a ratos. Al amanecer, desistió, se puso algo encima y fue al barracón, donde sabía que Alberto ya habría preparado café. Gabriel y Javier ya se habían ido. Habían hecho algunas tareas y llevado algunas reses para las fotos. Debería estar contento porque habían vuelto por el buen camino, pero parecía que las cosas que le complacían eran otras. Se acordó de la sonrisa de ella. De los ojos con un brillo burlón. De la risa. De la suavidad de los labios. Estuvo a punto de lanzar un gemido. Alberto le dejó delante un café y un plato de beicon y huevos como a él le gustaban. Pedro comprendió que se avecinaba algo y no tardó en saber de qué se trataba.

—Está sola, lo sabías —le dijo Alberto.

—¿Quién? —preguntó Pedro para ganar algo de tiempo.

—Paula está sola.

—¿Te lo ha dicho ella?

Era como si el beicon estuviera convirtiéndose en polvo dentro de la boca. Los huevos no estaban ni la mitad de buenos de lo que parecían. Cuando el desayuno de un hombre no sabía a nada, era indiscutible que debía recuperar su vida.

—¡No! Ella no me ha dicho nada —dijo Alberto—. Yo puedo saber estas cosas.

Al parecer, Alberto tenía unas facultades que él nunca había sospechado.

—Ella no está sola —dijo Pedro con rotundidad—. Es una mujer con una carrera importante y tiene una vida plena y muy ocupada.

—La gente con una vida plena y muy ocupada suele intentar dejar algo atrás.

Alberto era un filósofo de la noche a la mañana.

—Yo tengo una vida plena y ocupada —señaló Pedro.

—Un ejemplo perfecto.

—Yo no intento dejar nada atrás.

—¿Estás seguro?

Había estado completamente seguro hasta hacía unos días. En ese momento, cuando fue a contestar, no pudo emitir ni un solo sonido. Cuando la boca de un hombre se niega a hablar, tiene que hacerse con su vida como sea. Pedro miró el beicon y decidió que no estaba perfectamente hecho. Estaba pasado.

—Ella está sola. Tú estás solo. ¿Por qué os cuesta tanto sumar dos más dos? —preguntó obstinadamente Alberto.

—En el supuesto de que ella estuviera sola, cosa que dudo, ¿Qué tengo que ver con eso?

—Podrías arreglarlo.

—No, no podría. Yo arreglo cercas y, a veces, partos de terneros. Puedo arreglar a un caballo con malas costumbres. Esas son las cosas que puedo arreglar. Ese es el límite de mis facultades.

—Pregúntale por qué está sola —dijo Alberto.

—¡No creo que esté sola! ¿Podríamos cambiar de tema?

—De acuerdo —dijo Alberto—. ¿Sabías que ella piensa que es fea?

Pedro quería dejar de hablar de Paula, no cambiar de la soledad de ella a...

—¿Cómo?

—Es verdad. Ella me lo dijo.

Debía estar muy sola si le confesaba sus defectos a Cookie.

—¿Qué daño podía hacerte el decirle que es hermosa? —preguntó Alberto.

—¿Yo? Díselo tú.

—Qué sé lo dijera yo no significaría nada para ella. No soy el hombre más atractivo del mundo.

—Yo tampoco.

—Mmm. Nueve de cada diez mujeres no pueden equivocarse.

—Sí pueden.

—Bueno, solo cuenta una de esas diez y está aquí. Ella piensa que no estás mal.

—¿Te lo ha dicho ella?

Ante su espanto, notó que algo parecido al pavoneo masculino crecía en su interior.

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