lunes, 27 de julio de 2020

Culpable: Capítulo 40

–Perdone, jefe. ¿Ha visto a Giuliana?

Pedro levantó la vista de su ordenador. Vió que Adrián estaba en la puerta, con la preocupación reflejada en el rostro.

–¿No está con Paula? Se pasan casi todo el día juntas.

–Giuliana me dijo que la señorita Paula no podía jugar hoy con ella. Me dijo que parecía disgustada.

Pedro sintió un fuerte sentimiento de culpabilidad. Después de lo que habían compartido el día anterior, y de lo que habían estado a punto de compartir, el dolor de Paula le hacía mucho daño. Hacía que se sintiera como un estúpido. Aunque había estado tratando de proteger a su familia, se había equivocado. Ella le había llegado al corazón como ninguna otra mujer lo había hecho. Aquella mañana se había sentido traicionado al descubrir que, en lo que a ella se refería, no podía fiarse de su instinto. Después, había leído la carta y se había dado cuenta de que ella le había dicho la verdad. La revista había mandado la carta a ciegas, sin saber a ciencia cierta que ella estuviera allí. Pedro se había equivocado y eso no le agradaba.

–Giuliana no regresó para almorzar –prosiguió Adrián.

–Eso no es propio de ella.

–No. No la hemos encontrado en los lugares a los que suele ir. Estoy a punto de salir a buscarla.

–¿Dónde está Paula?

–Ella ya está buscándola.

La mayoría de los empleados estaba examinando la playa, aunque nadie se había atrevido a poner voz al mayor de los temores: que la pequeña Giuliana se hubiera ahogado en el mar. Pedro por su parte se dirigió hacia el interior de la isla, sabiendo que alguien debía ocuparse de los lugares menos evidentes. Así fue como se encontró con Paula. Ella tomó una curva del camino como una exhalación y cayó literalmente en brazos de Pedro.

–Por favor –susurró ella muy nerviosa–. Por favor, ayúdame.

–¿Qué ocurre, Paula? ¿Se trata de Giuliana?

–Sí –dijo ella a duras penas–. Ahí arriba –añadió–. Tú irás más rápido que yo. Necesitamos una cuerda y una linterna. También un botiquín.

–¿Te refieres al pozo?

–No. A uno de los agujeros que hay en la montaña. Encontré la cinta que llevaba en el cabello y unas canicas en el borde.

Pedro contuvo la respiración. Si la niña había estado jugando demasiado cerca del borde y se había inclinado sobre él...

–Iré a mirar.

–No. Ya lo he hecho. No se escucha nada. Necesitamos una cuerda para llegar hasta ella. Cada minuto cuenta. Por favor, confía en mí en esto –dijo con desesperación.

Pedro decidió que no había tiempo que perder. Tenía que confiar en ella.

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