lunes, 6 de julio de 2020

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 64

Paula le sacó infinidad de fotos mientras calentaba las marcas o se tumbaba sobre un ternero que pataleaba. Al parecer todo era un poco soso para sus empleados.

—¿Por qué no derribas el novillo negro?

Saltar desde un caballo al galope sobre los cuernos de un novillo para derribarlo era una tarea de especialistas y Pedro no lo era.

—¿Es peligroso? —preguntó Paula.

—Sí —dijo él.

—Bah —dijeron los tres hombres al unísono.

¿Por qué la preocupación de ella hacía que él quisiera saltar desde un rascacielos? Derribó el novillo hasta que le dolió tanto el cuerpo que no podría moverse durante un mes. Pero ella no estaría allí para presenciarlo. Ella solo vió la parte lucida. Saltó desde el caballo con una cuerda sujeta por los dientes, derribó un novillo inmenso y le ató las patas. Lo hizo siete veces, lo sabía porque había llevado la cuenta. Luego los muchachos le dijeron que montara al novillo. No los montaba desde hacía más de diez años. Pero, ¿por qué no? El pavoneo masculino era el pavoneo masculino y esa era la última oportunidad que tenía. Iba a echarla en cuanto terminara, pero ella se iba a ir impresionada del vaquero que dejaba atrás. Después de morder el polvo una docena de veces, Pedro decidió que ser modelo era agotador y no solo en el aspecto físico. No conseguía entender esa contradicción suya de desear que ella se marchara, pero querer impresionarla. ¿Habría alguna palabra para eso? Mientras estaba en el suelo boca arriba, con el cerebro hecho un asco y ella de pie diciéndole que ya estaba bien, pensó que había una palabra. Estaba enamorado. Todas esas tonterías las hacía porque la quería. No sabía cómo había pasado ni cuándo, solo sabía que había pasado. Si un hombre se dejaba llevar por ese sentimiento, ¿pasaría toda su vida así? ¿Abordaría constantemente nuevas empresas más difíciles cada vez? ¿Rompería los límites del pavoneo masculino? ¿O la estupidez se pasaría al poco tiempo? Él conocía hombres casados que no parecían estar en un estado de permanente confusión y caos. En realidad, parecían muy satisfechos.

—Pedro, ¿Estás bien?

—No lo sé. Me parece que esta vez me he dado un buen golpe en la cabeza.

Quizá la satisfacción llegaba con la rendición. Se quedó tumbado considerando esa posibilidad, pero él no se había rendido nunca. Solo tenía que pasar un día más para recuperar su vida. Se levantó tambaleándose. Se miraron el uno al otro. El aire que los rodeaba se llenó de una poderosa intensidad. Sería fácil rendirse. Mucho más fácil que luchar. Él se acercó a ella...

—La comida está preparada —gritó Alberto.

La comida sabía a aserrín, como el desayuno, aunque era auténtica comida hecha sobre el terreno y solía gustarle mucho.

—¿Quién viene a la nieve? —preguntó Pedro cuando terminaron de comer.

Era consciente de que pasaba el tiempo. Las fotos en la nieve y todo habría terminado.

—Yo iré —dijo Gabriel.

Pedro vió la patada que le dió Alberto.

—Ahora que lo pienso, tengo algunas cosas que hacer esta tarde.

—Yo también —dijo Javier que lo captó rápidamente.

—Entonces, nos quedamos los dos solos —dijo Pedro con seriedad.

¿Se habría dado cuenta ella, como lo había hecho él, de la maniobra de los casamenteros?

—Los tres —dijo ella—. Apolo viene, ¿Verdad, cariño?

El cariño parecía haberse recuperado completamente. Meneó el rabo cuando comprendió que le hablaban. Pedro se dió cuenta de que había hecho bien en ser amable con el animal. El perro se quedaba y ella se marchaba. Era la penosa realidad de su vida: él se quedaba el perro y dejaba que ella se escapara.

—¿Eh?

—Ropa de nieve —repitió ella—. ¿Tienes un gorro de lana?

Él estaba guardando la ropa de nieve en la camioneta cuando vió que Alberto se acercaba por el camino con una enorme cesta de mimbre.

—No sabía cuánto tiempo iban a estar fuera, de modo que he metido algunas cosas.

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