viernes, 3 de julio de 2020

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 59

—No —dijo él a la vez que se cruzaba los brazos sobre el pecho.

—Vamos, jefe —dijo Javier—. Seguro que a Fabio le peinan.

—¿Quién es Fabio?

—Déjale que te arregle el pelo —dijo Alberto—, o no te doy de comer.

Pedro los miró a todos, farfulló algo sobre una conspiración y se sentó a la mesa. Cuando terminó de peinarlo ya había conseguido la mitad de su objetivo. Pedro Alfonso no sentiría lástima de ella, la sentiría de sí mismo. Pero el plan había tenido un fallo. Ella no había contado con el placer de pasarle los dedos por el sedoso pelo negro ni con la punzada que sintió en el estómago al hacerlo. Después de una cena que demostraba que ninguna mujer tendría que cocinar en Bar ZZ mientras Alberto viviera, Paula decidió que no quería seguir en la misma habitación que Pedro. El pelo de punta era excitante como un pecado y ella no podía olvidarse de la sensación de tenerlo entre los dedos.

—Me voy a la cama —anunció ella—. Buenas noches a todos.

—¿Quieres que te acompañe?

Ella se había dado cuenta del codazo que Javier le había dado a Pedro en las costillas antes de hacer la oferta.

—No hace falta. Sé cuidar de mí misma. Además, Apolo vendrá conmigo, ¿Verdad?

El perro se levantó y los dos salieron. Ella ni siquiera quiso preguntarse dónde dormiría Pedro esa noche. Apolo la acompañó hasta la casa y estornudó tres veces. Ella comprendió que el chapuzón le había sentado peor que a Pedro. De modo que le dejó entrar, aunque Pedro prefiriera que se quedara fuera. Fue un error. Nada más entrar, el perro fue directamente a la habitación de él, empujó la puerta entornada y se tumbó en la cama.

—Sal de ahí —le dijo con firmeza.

Descubrió que cincuenta y cinco kilos de mujer no podían con sesenta kilos de perro cabezota. Apolo se puso cómodo entre el edredón.

—Tienes suerte. Seguramente, Pedro no vendrá a dormir —dijo ella, pero según lo decía oyó que la puerta de atrás se abría y cerraba.

Pedro apareció en la puerta del dormitorio y los miró con los brazos cruzados. Tenía los ojos oscuros y misteriosos. Su cuerpo era hermoso y ella solo podía pensar en arrojarse sobre él; como nueve de cada diez mujeres que lo vieran. Ella intentó por todos los medios mantener algo de orgullo. El nuevo plan era hacer que la odiara en vez de que sintiera lástima por ella.

—¿Qué hace el perro en mi cama?

—Vaya —dijo ella con dulzura—. Yo lo he metido ahí. Tenía mucho frío, ¿Verdad, cariño?

Ella pensó que no podría aguantarlo, que acabaría riéndose del tono almibarado de su voz. Miró a Pedro. Su expresión no indicaba nada de lástima. Estaba profundamente irritado. Lo malo del asunto era que él irritado era tan atractivo como no irritado, aunque si se ponía a pensarlo, no recordaba muchas veces que no hubiera estado irritado por algún motivo.

—¿Has metido al perro en mi cama? ¿Tú lo has metido ahí?

—Está enfermo —dijo ella para evitar la mentira sin que ello disminuyera su irritación.

—Paula Chaves, eres exasperante.

—Gracias. Ya me lo habías dicho. No te olvides de que tenemos que levantarnos pronto para arreglarte el pelo.

—No vas a arreglarme el pelo otra vez. Me espanta como está. Me veo ridículo y me siento peor.

—Pedro, estás muy mono —dijo ella con una voz melosa.

Si ella fuera un hombre habría encontrado ese tono de voz completamente insoportable.

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