viernes, 3 de julio de 2020

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 56

—Será antipático... —dijo con alegría Alberto—. ¿Sabes hacer galletas? Mi receta de virutas de chocolate ganó un premio en la feria hace unos años.

Paula no sabía a qué responder.

—Parece un poco antipático, pero me considero culpable. Le he exigido demasiado. No debió meterse en el agua.

—Bobadas. A él le viene bien. A todos nos viene bien. Aquí todo es rutinario.

—Bueno, a juzgar por su cara, quizá él no esté muy de acuerdo sobre lo bien que le viene —quería dejar ese tema—. No, no sé hacer galletas.

—Yo sí y dentro de una hora tú también sabrás.

Ella esperaba que no hubiera segundas intenciones. Que los muchachos pensaran que una mujer que fuera a ocuparse de Pedro tenía que saber cocinar. Eran hombres muy tradicionales y seguramente esperarían que sus mujeres lo fueran también en cierta medida. Esa idea debería alegrarle. Para encajar en Bar ZZ ella tendría que coser botones, hacer punto, cocinar y llevar delantal. En ese caso, ella no encajaría jamás. Era una bendición que Pedro la hubiera despreciado. Él seguramente habría notado todas las cosas que estaba a punto de confesar a Alberto.

—No soy hogareña —dijo ella con cierto orgullo desafiante—. En casa solo utilizo el microondas. Cocina frugal.

Alberto la miró como si estuviera hablando en chino. Ella comprendió que tendría que expresarse con más claridad.

—Alberto, nunca he hecho un pastel ni he asado un pavo. Supongo que una mujer que viva en un rancho tendrá que ser capaz de dar de comer a un regimiento. Hacer pan, tartas, carne asada y todo ese tipo de cosas.

Se agotó solo de pensarlo.

—En este rancho, no —dijo Alberto con una mueca—. ¿Qué haría yo?

—Bueno, ya que hablamos del tema, hay otras muchas cosas que no sé hacer. No sé hacer una colada. Lo blanco se vuelve rosa y los jerseys encogen y tengo dudas sobre los bebés.

—¿Por qué me cuentas todo eso? —preguntó con desolación Alberto.

—Solo por si ustedes, los muchachos, tenían algunas ideas sobre Pedro y yo.

Se sintió ridícula nada más decirlo. Cualquiera con dos ojos en la cara se daba cuenta de que Pedro y ella estaban en dos mundos completamente distintos.

—No me importa si sabes hacer pasteles y a mí no se me dan bien los bebés. La verdad es que me aterran.

—A mí también —ella tomó aire atónita al descubrir esa afinidad.

—Él está muriéndose de soledad —le confesó Alberto—. Si los pasteles y las camisas limpias pudieran hacer algo para solucionarlo, ya estaría solucionado.

Alberto le puso un cuenco delante que era tan grande que podría bañarse en él. ¿Pensarían Alberto y los otros que ella era el antídoto para la soledad de Pedro? ¿Estarían tramando algo? Sería gracioso si no fuera aterrador.

—Él no está muriéndose de soledad —dijo ella con firmeza—. No he visto a ningún hombre tan satisfecho consigo mismo. No necesita a nadie más.

—Seguro que eso es lo que él quiere creerse. Veo que te ha engañado a tí también.

Alberto sacudió sombríamente la cabeza.

—No me ha engañado. Sencillamente no está interesado en mí de una forma que pudiera solucionar sus problemas de soledad, en el supuesto de que los tenga —se dió cuenta de que había omitido algo—. No es que yo esté interesada en él de esa forma, tampoco.

—Mmm.

Evidentemente no había convencido a Alberto. Miró con espanto la mugrienta receta que él estaba alisando delante de ella.

—¿Doce tazas de harina? ¿Estás de broma?

—No tiene sentido hacer una hornada minúscula para esta gente. Él siente algo por tí. Lo lleva escrito en la cara. ¿Crees que ha saltado al agua para impresionarme a mí?

—Lo hizo porque es rebelde. No siente nada por mí —dijo con firmeza Paula mientras medía cuidadosamente la primera taza de harina. No iba a permitir que ese anciano diera alas a la esperanza que ella intentaba sofocar—. A no ser que sienta aversión.

No hay comentarios:

Publicar un comentario